Comentario
a propósito del texto “Democracia y Cultura” de Miquel
Azurmendi
“La
democracia no es únicamente un estado de derecho, sino un sistema
cultural”, afirma Azurmendi en las primeras líneas de su
artículo publicado en el diario el país el 23 de Febrero
de este año. En esos días los medios de comunicación
agitaban toda una controversia nacional sobre deberes y derechos de los
inmigrantes, a propósito del uso en la escuela del tradicional
pañuelo que utilizan las niñas musulmanas.
En este contexto de debates académicos, políticos y periodísticos,
el autor del artículo advierte sobre el peligro para la convivencia
social de un modelo de integración conocido como Multicultural.
En el Estado Español, dice el articulista, el desarrollo de un
modelo que supone la existencia de diversos grupos culturales sin considerar
las diferencias de sus prácticas cotidianas, favorece la consolidación
de un sistema de ghettos que a la larga minaría seriamente una
de las mayores conquistas de la sociedad occidental: la democracia.
La opción entonces resulta clara: Para Azurmendi, la diversidad
cultural vale “ a condición de que la relación se
estructure precisamente sobre la base de nuestros va1ores democráticos,
es decir, reconociendo el derecho de todos a vivir según la misma
ley para todos: la que nos facultará a cada cual ser ciudadanos
todo lo diferente que queramos”. La democracia se constituye así
en el sistema cultural de más alto grado, sistema que no está
en discusión porque resulta obvio, natural, o de simple sentido
común que esta obra de ingeniería social llamada democracia
es la más indicada para los encuentros contemporáneos de
diversas culturas. Hasta aquí todo parece políticamente
correcto, más, cuando hoy en día nadie con espíritu
democrático, se atrevería a negar el hecho de que la democracia
ha sido en la historia de la humanidad la forma política que mejor
ha conjugado los intereses públicos y privados. Frente a las autocracias,
monarquía absolutas o dictaduras, la democracia ha resultado una
fórmula útil para mantener los ánimos de los ciudadanos
en cierto equilibrio. Sin embargo esta idea nos puede llevar a grandes
equivocaciones, cuando pensamos en la democracia como un sistema fijo
de relaciones. Está claro que aún no se ha inventado el
modelo de convivencia ideal que por sí mismo repare los conflictos
que la especie humana pueda crear, o dicho de otra manera y en referencia
al tema, sí la cumbre de la actual civilización occidental
es precisamente su cultura democrática, no por ello podemos dejar
de reconocer, y Azurmendi lo hace, que dicha cultura está llena
de taras y costumbres poco democráticas. Si atendiéramos
con verdadero interés, lo que supone en la construcción
de un tejido social intercultural, los efectos y defectos de nuestras
prácticas democráticas, si cultiváramos una actitud
autocrítica, o si dejáramos de pensar que el esfuerzo de
integración corresponde al otro, no expresaríamos con tanta
facilidad lo obvio, natural o de simple sentido común que resulta
que diversos grupos transformen sus códigos de relación
con el mundo, para acomodarlos en las esferas públicas y privadas
que presuponemos como garantía de la cultura democrática.
Sobretodo, cuando esta cultura se define en términos de Azurmendi:
“cultura es ese molde configurador de una conducta compartida; consiste
en materiales simbólicos que permiten a las personas predecir las
conductas del vecino. En consecuencia, lo que uno espera que el otro haga
en determinada ocasión y que es lo que supone haría el mismo
se le aparece como lo más cabal, realista y sensato” .
La propuesta del presidente del Foro para la integración
de los inmigrantes presenta entonces por lo menos dos perspectivas a considerar.
En primer lugar, el hecho de proponer esta mirada culturalista de la democracia,
cierra espacio a la autocrítica como tarea permanente e ineludible
de cualquier sociedad democrática que quiera estar a tono para
atender nuevas formas de ciudadanía. Su presentación como
molde configurador de conductas compartidas, evidencia el espíritu
fundamentalmente asimilacionista al que aspira la dinámica de integración
de la sociedad española con otras formas culturales, pues los sujetos
que participan de esas formas que no pueden “predecir” los
autóctonos, deberán en razón del bien común,
reorganizar sus esferas públicas y privadas según las lógicas
de la cultura democrática de la sociedad de “acogida”.
No interesa las posibilidades de re-creación cultural, interesa
la pronta acomodación a lo establecido para evitar la sorpresa,
la dificultad que supone el cambio de prácticas, que muchas, siendo
evidentemente dañinas, preferimos mantener e incluso situar como
señas de identidad. La democracia vista así, se instala
más allá de su forma política, de sus claves de negociación
social, se fosiliza y naturaliza en un cuerpo de tradiciones reconocibles
que exige adhesiones incondicionales olvidando que “el primer requisito,
la mayor excelencia y el peor peligro de la democracia es acostumbrarse
a convivir en disconformidad”.
El multiculturalismo, pluralismo, o diversidad cultural o cualquier otra
forma para denominar en conjunto a los diferentes, no funciona para una
sociedad que convierte la democracia en un sistema cultural impermeable
a lo desconocido, una sociedad con tal esquema convierte el propósito
de la interculturalidad básicamente en un programa intolerante
de asimilación, pues sólo así se puede sostener tal
momificación de la democracia. Los recién llegados, en este
caso, los llegados de países no comunitarios, habrán de
adoptar el comportamiento mayoritario para evitar su marginación
total y sus prácticas culturales deberán relegarse a sus
habitaciones para no molestar los hábitos enmohecidos de los vecinos,
pues al fin de cuentas siguen siendo los eternos salvajes que deben aprender
de las sociedades civilizadas su actitud cabal, realista y sensata. Lo
cierto es que tal concepción de la cultura democrática no
tiene nada que envidiarle al más fanático de los sistemas
religiosos, que también se justifica culturalmente en sus modos
de concebir su experiencia vital. Asistimos pues a la idealización
de la democracia y toda idealización resulta intolerante, provenga
del espíritu ilustrado o del espíritu divino, pues al final
se trata de someter la realidad al ideal, sin importar la paranoia que
ello comporta, para decirlo con Estanislao Zuleta “ El atractivo
que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa
de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra
infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la
necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad
exaltada por participación, separan un interior bueno -el grupo-
y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia,
se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio
y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación
de la vida, la más espantosa facilidad”.
Lo que no podemos olvidar es que el invento de la democracia es, siguiendo
a Zuleta, un verdadero elogio a la dificultad y por ello una tarea que
nunca concluye. En la sociedad contemporánea el sistema democrático
se ha convertido en estrategia de poder y beneficio de pocos, cultiva
en su seno tantas aberraciones –corrupción, nepotismo, pobreza,
injusticia, violencia física y psicológica, exclusión-
que ya tiende a confundirse con otrora formas de organización social
contrarias al derecho de libertad e igualdad entre los seres humanos;
y si ello ocurre es precisamente porque la democracia no es una fórmula,
ni un absoluto, ni el molde inequívoco de acción, sino una
línea de fuga sobre la cual derivar la voluntad humana para destruir
o construir un mejor estar en el mundo, es un espacio de invención
para todos aquellos que de igual a igual se entreguen a la lúdica
de la dificultad.
Una segunda perspectiva que vale la pena considerar sobre el artículo
“Democracia y Cultura”, tiene que ver precisamente con la
condición de igualdad de los individuos en un estado de derecho.
Dice Savater “La mundialización de la democracia tiene también
otra vertiente, no menos importante: su emancipación de justificaciones
étnicas o nacionales. Aunque cada cual pueda y deba conservar la
memoria en que se ha fraguado su subjetividad, la comunidad democrática
se compone de desarraigados políticos caracterizados no por la
etnia o cultura a la que pertenecen sino por las leyes comunes que acatan
y en cuya promulgación o revocación participan. En este
sentido, el inmigrante, el que viene de fuera y de lejos, el diferente
que se compromete a someter su diferencia a la ley compartida que también
rige la nuestra, no sólo no es un obstáculo sino que constituye
el mejor paradigma de la democracia venidera” .
Siguiendo la lógica de Azurmendi, el conflicto entre inmigrantes
y nacionales, concluye cuando los primeros adoptan las reglas de juego
de la cultura democrática de los segundos; lo que él olvida
mencionar, es en qué condiciones se establece este juego para que
realmente sea democrático; pues si fundamentos de la democracia
como la Libertad, la igualdad y la fraternidad, requieren de sujetos que
en condiciones de iguales puedan dirigir y compartir sus destinos, hemos
de preguntar si tal relación se ofrece en la cultura de los nacionales.
La verdad es que los hechos no parecen dar una respuesta positiva. Demos
una mirada rápida:
La primera paradoja: Un estado democrático habla de ciudadanos.
El Estado Español habla de nacionales, autóctonos y los
define curiosamente no por rasgos de semejanza, sino por oposición
al extraño. Es nacional todo aquel que no es extranjero, reza el
artículo 1 de la ley de extranjería. Y la nacionalidad se
obtiene gracias a uno de los preceptos tal vez menos democráticos
que existe: la jus sanguinis. Es el azar convertido en garantía
constitucional. En la cultura democrática Española no existe
la ciudadanía, que es “la quintaesencia de la emancipación
política y la igualdad de que goza el individuo moderno ante la
ley” . En la cultura democrática Española existe la
nacionalidad, y es ella la que define en los sujetos los derechos y deberes
regulados por la ley y su legitimidad social. Los inmigrantes podrán
acceder a dicha titularidad, si logran aprobar una larga carrera de obstáculos.
Mientras tanto no son ciudadanos, sino irregulares o residentes y tal
vez, algún día, si pasan la selectividad puedan concursar
por la nacionalidad. En esa misma escala de valores se configuran los
derechos de los extranjeros, no comunitarios, valga la aclaración.
Cabe entonces preguntarnos, si es esta clase de valores democráticos
sobre los cuales se puede construirse un diálogo social justo para
todos.
En segundo término, la ley de Extranjería. Parece “natural”
que exista una ley de extranjería. Muchos debates se limitan a
como disminuir o aumentar las restricciones de dicha ley, pero no se preguntan
por el sentido de su propia existencia. Los gobiernos de la Europa contemporánea
han demonizado el fenómeno de la migración, asociándolo
al terrorismo, la delincuencia y otras angustias sociales. Los políticos
rentabilizan el miedo de las comunidades a lo foráneo como estrategia
electoral y promulgan leyes para controlar el mal. Sin embargo la doble
moralidad persiste: los necesitamos pero los rechazamos. El control está
orientado a tratar a los sujetos simplemente como fuerza de trabajo según
las necesidades del mercado. “no vinieron pues a trabajar”
le escucho a una señora dueña de un bar que trata de aprovecharse
de una inmigrante, ofreciéndole un salario 30% por debajo de la
ley. Este ánimo se reproduce y ampara en esa doble moralidad retratada
en leyes y discursos.
Lo que resulta más curioso es el olvido que practican estos gobiernos
europeos empeñados en cerrar fronteras. Olvido en dos direcciones,
en primer lugar que Europa ha sido un territorio de emigración
permanente. Históricamente los flujos hacia América, Asia
o África superan con creces los flujos que actualmente se generan
de esos territorios hacia Europa. En segundo lugar que los resultados
de esa migración justificada por el poder, el comercio o la ilusión
de progreso, produjo grandes tragedias. Como es sabido, en América
muchos pueblos receptores desaparecieron por la intolerancia y soberbia
del recién llegado; otros, se vieron obligados a cambiar o esconder
sus códigos culturales para sobrevivir. Esta relación en
desequilibrio condujo a la conformación de los actuales estados,
cuya población se siente aún vinculada, de manera ilusa,
con el imperio.
Pero también podemos acercar un poco el calendario de la historia,
y trasladarnos al último siglo. Miles de europeos emigraron a otros
territorios por causa de guerras, hambre y dictaduras, los países
de acogida reaccionaron no con leyes sobre extranjería, sino ofreciendo
posibilidades de estancia y convivencia.
El olvido funciona como terapia contra la responsabilidad. Sí los
gobiernos europeos no quieren reconocer su responsabilidad histórica,
mucho menos tienen autoridad moral para hablar sobre los peligros de la
inmigración.
Así las cosas, la realidad es que los inmigrantes se han convertido
en un problema y no en un paradigma como lo aspira Savater. Y el futuro
no se presenta halagüeño, pues nos encontramos con una actitud
democrática bien desamparada para pensar y construir en otredad,
pues para decirlo con Octavio Paz “ la crítica del otro comienza
con la crítica de uno mismo” .
Barcelona
Junio 6 del 2002
José
Ignacio Vélez García
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