1.
Vida Espectral
“-I’ll
be here.
-Why...?
-I´ll be waiting here...
-For what...?
-I´ll be waiting... for you... so if
You come here... you’ll find me.
I promise.”
Final Fantasy VIII
I
Dejé de dormir el día en que alguien me hizo daño.
Desde el principio de la enfermedad eliminé cualquier posibilidad
de ayuda psiquiátrica ya que, como auto terapia, me pareció
que la mejor solución consistía en la negación absoluta
del problema: pasaba noches enteras luchando contra imágenes que
liberaban descargas químicas dentro de mí provocando un
insoportable sentimiento de ansiedad y resentimiento. Fue tras un mes
de suplicio, cuando las ojeras y la palidez me revelaban como un cuerpo
al borde de la anemia, que decidí automedicarme. Comencé
entonces a visitar las farmacias en busca de medicamentos que causaran
somnolencia: antihistamínicos, somníferos y antidepresivos
de venta libre, medicamentos contra la gripe, las alergias y el asma.
De este modo empecé una seria adicción a la dramamina, un
medicamento para el mareo que, según aprendí en Discovery
Channel, es administrado a los astronautas; éste ayuda a mantener
la noción de horizonte en el espacio exterior evitando así
la nausea provocada por la pérdida de las coordenadas espaciales.
Además produce una pesada sensación de sueño.
Tras diezmar el insomnio mediante una estricta dieta química y
un consumo desenfrenado de nicotina sentí la fuerza suficiente
para salir de casa y tratar de mantener un diálogo coherente. Intentaba
huir de mis antiguos amigos; a ellos también los culpaba de mi
imposibilidad para dormir. Cada vez que alguno de ellos me extendía
una invitación, inventaba compromisos o, simplemente, salía
a caminar llegando por lo regular – y casi inconscientemente –
a una biblioteca cercana a casa. Leer era un hábito perdido hacía
ya mucho tiempo pero, tras encontrarlo completamente regocijante y, en
cierto modo, consolador, me enganchó de nuevo cómo al yonqui
la heroína. Pasaba horas encorvado, sentado a una mesa, con las
piernas formando carrizo y las manos sosteniendo la frente; de vez en
cuando levantaba la mirada en actitud de descanso y observaba a algún
vecino desprevenido e inmerso también en algún texto. En
una ocasión, mientras intentaba recordar el capítulo en
que había dejado un libro en mi visita anterior, me encontré
con unos dedos que sostenían un ejemplar de una historia que yo
ya conocía. Los dedos pertenecían a una mano pálida,
eran delgados, las uñas cortas e irregulares, de esa irregularidad
que delata ansiedad y angustia. Intenté recordar la historia y
hacerme a una imagen de los personajes, me pregunté cómo
imaginaría este nuevo lector a los personajes que yo ya había
imaginado antes. Miré su rostro, los ojos más azules en
perfecta armonía con la piel pálida, los rasgos delicados
y el cabello oscuro y corto: La mujer viviente más hermosa que
había visto en mi vida. Tendría unos veinte o veintidós
años, una edad similar a la mía – supuse –.
No podía evitar observar aquellos ojos pero, en cuanto fui descubierto
y el contacto visual fue inminente, me sonrojé y volví a
mi lectura ocultándome con las manos y esperando el momento para
recaer en el vicio: la contemplación tímida. Cuando por
fin me aventuré de nuevo en la búsqueda, las manos habían
desaparecido. Sobre la mesa yacía el texto.
*****
II
A Sid lo conocía como el sepulturero. Él padecía
una extraña enfermedad dérmica: una alergia a la luz solar
que lo obligaba a usar durante el día todo tipo de protectores
solares, lentes oscuros, abrigos y sombreros. Por esta razón decidió
invertir su reloj biológico: dormía durante el día
y vivía durante la noche.
Mi relación con Sid no pasaba del acto de levantar las cejas en
señal de reconocimiento. El era también usuario habitual
de la biblioteca y tal vez por esto me causaba cierta simpatía.
En una ocasión nos topamos frente a frente, el apretón de
manos y el intercambio desinteresado de saludos fue inevitable. La conversación
nos fue arrastrando y en cuestión de minutos el alcohol ya formaba
parte del diálogo. Se hacía tarde y Sid, quien tenía
un compromiso minutos después, no dudó en pedirme que lo
acompañara. Acepté de mala gana, era la primera vez en mucho
tiempo que me permitía estar tanto tiempo fuera de casa.
Tras haber caminado un par de manzanas nos detuvimos en un parque. Allí,
a la salida de un pequeño y fétido bar llamado El Esfínter,
se encontraban los amigos de Sid: Nancy y Nathan “el étnico”.
- Creímos que no ibas a llegar –murmuró Nancy dirigiéndose
a Sid.
- Sí, la hora de la felicidad termina en diez minutos –añadió
Nathan.
- Ya veo... otro amor perdido y tu habitual irritación post-no-coito
–repuso Sid–, te dejó plantado, ¿no es así?
–Nathan dejó salir una sonrisa triste acompañada de
una mirada directa al pavimento. Sid prosiguió–: entre otras
cosas..., él es Seth. Nos acompaña esta noche.
Levanté las cejas y forcé una sonrisa. Nathan me extendió
una mano, accedí al saludo mientras pronunciaba mi nombre. La situación
se repitió una vez más con Nancy. El Esfínter había
cambiado desde mi última visita, los hechos que desencadenaron
mi trastorno del sueño habían tenido lugar allí y
por ende el sitio era ya tabú dentro de mi mitología personal.
Las claras muestras de remodelación convertían el lugar
en algo ajeno, desconocido: yo ya no era el mismo, el esfínter
lo era menos. Caminamos hasta el fondo y nos acomodamos en una pequeña
sala, una mesa y dos sofás conformaban nuestro territorio. Nathan
se sentó a mi lado, Sid y Nancy al frente y, mientras terminábamos
de acomodarnos, Sid aprovechó el paso desprevenido de una mesera
para ordenar cuatro cervezas. Mis anfitriones hablaban entre ellos con
fluidez. Yo, en cambio, consumía un cigarrillo tras otro y cada
vez que me pedían alguna opinión participaba exhalando algún
monosílabo. Cuando se ha pasado tanto tiempo alimentando una disfunción
tratar de pasar por encima del miedo al contacto resulta tan difícil
cómo ridículo.
- Hablás poco... –dijo Nathan. Se dirigía a mí,
tardé un tanto en darme por enterado y otro tanto esforzándome
en formular algo, finalmente, sólo asentí mientras inhalaba
nicotina.
- Leí la novela que me recomendaste –Sid dirigiéndose
a Nathan, brindándome una clara ruta de escape –, le sobran
unas mil páginas.
- ¿Y a que buena novela no le sobran páginas? –cuestionó
Nathan; pregunta retórica para dejar el tema en punto muerto–.
¿vos estás como aburrido, no? –Me preguntó
finalmente.
- No, no... o bueno, sí. El problema es que no entraba aquí
desde hace mucho tiempo y... me siento algo raro..., disperso.
Examiné la mesa en busca de alcohol. Cuatro botellas de cerveza
habían sido ubicadas sobre la mesa hacía unos minutos. Tomé
la que supuse mía bebiendo la mitad del contenido de un trago.
Cuando me preparaba para empujarme el resto sentí que me arrebataban
la botella.
- Hey... con calma –dijo Nancy sonriendo–, esto apenas comienza.
- Sólo es una cerveza –respondí secamente–,
no voy a emborracharme con sólo una cerveza
- Es la primera. Tomátela con calma que esta noche...
- Igual, no pienso tomar mucho –dije. Interrumpiéndola.
- Claro que sí, todos vamos a hacerlo –intervino Nathan–,
somos un grupo de borrachos.
Lancé una mirada a Sid en busca de ayuda. Él me miró
fijamente mientras sellaba aquella discusión. Si bien en un principio
consideré sus palabras basura, éstas terminaron conteniendo
un significado casi profético:
- “hay que vivir para beber y beber para olvidar que se vive”–se
detuvo. Nos observó uno a uno deteniéndose en cada rostro–
esta noche vamos a beber hasta la sobriedad.
Arranqué de las manos de Nancy mi botella e intente digerir aquellas
palabras con los últimos tragos. Ahora mi deber era honrar al grupo.
Decidí sacrificar hígado y neuronas como tributo. Tras terminar
mi cerveza traté de llamar la atención de un mesero con
la intención de ordenar nuevas bebidas. Nathan me detuvo.
- La fiesta continua en casa –dijo.
Tanto la casa de Nathan, la mía, El Esfínter y la biblioteca
se encontraban dentro de La Zona, un área residencial conformada
por edificios simétricos y parques. Cada edificio poseía
cuatro pisos, cada piso cuatro apartamentos. La estructura se repetía
una y otra vez abarcando unas cuantas manzanas.
Nathan, al entrar en el apartamento, encendió el televisor –éste
se encontraba en la sala, sobre una pequeña mesa–. La emisión
nocturna de un noticiero nos sorprendió: “... El cadáver
de una mujer joven ha sido encontrado en un pequeño bosque en cercanías
de La Zona. El cuerpo, al parecer, fue abierto con precisión médica,
los órganos internos extraídos y, el corazón, cambiado
por un corazón de felpa relleno de fotografías de botellas
de Jack Daniels...” “... Es el tercer cadáver encontrado
este mes. La policía no posee pista alguna. No se ha establecido
siquiera un sospechoso, pero se ha concluido que, sin duda, se trata de
un asesino en serie...” Nathan apagó el televisor.
- Tres víctimas en un mes. Sólo mujeres. A este paso tendremos
un nuevo “Ted Bundy”4 mojando las bragas de todas las colegialas
de La Zona –dijo Nathan–. Deberías cuidar bastante
a Nancy, a este tipo le gusta la carne fresca –añadió
dirigiéndose a Sid.
- ¿Y a quién no? –Respondió Sid.
El tiempo transcurría sin detenerse a pensar en los intervalos
necesarios entre cada actividad vital. Las horas se dilataban convirtiéndose
en minutos. De este modo, sin ningún interés en hacerse
notar, la noche pasaba. En casa de Nathan el alcohol fluía tanto
en el ambiente cómo en nuestros sistemas circulatorios. En la sala,
en un sillón, Sid y Nancy compartían una botella e intercambiaban
besos y abrazos al ritmo de la música. De vez en cuando Sid daba
un corto paseo a la cocina, regresaba con un vaso lleno de agua y antes
de entregarse de nuevo a Nancy se detenía al lado de una estantería
que abarcaba toda una pared, ojeaba los volúmenes, tanteaba aquí
y allá acariciando los rótulos dorados, finalmente se decidía
por algún libro, inquiría una página y renegaba del
contenido del texto. Nathan y yo nos habíamos decidido por la brisa
y la contemplación desde las alturas. Sentados a una mesa en el
balcón compartíamos una botella de vino e intercambiábamos
sonidos ahogados y frases incompletas, de aquellas que resultan comunes
cuando no se tiene puta idea qué decir. A veces, cuando él
de pronto se daba por vencido y permanecía callado intentando catar
la noche, yo ingresaba en la sala presto a hurgar entre su colección
de música en un intento por dominar los ritmos, el tiempo y los
vestigios de sobriedad.
- ¿Y quién era? –pregunté a Nathan mientras
volvía a mi silla, él me miró confundido–.
La que te dejó plantado –aclaré.
- Ah, él.
- Eh?
- Es él, no ella –me callé. No sabía qué
decir y me sentía incómodo. Me pareció haberle ofendido–.
Supuse que lo sabías –dijo. Yo negué con la cabeza.
Nathan era un erudito homosexual que daba al término “romance
interracial” nuevos significados. Padecía una hemofilia tan
severa que la más mínima agresión quedaba registrada
en su piel. Las huellas del trauma circulatorio usualmente se manifestaban
en oscuros y uniformes hematomas que, bien distribuidos, perfectamente
podían hacerle pasar por un individuo de color, de allí
su apodo: Nathan “el étnico”.
Era común escuchar que Nathan empleaba su enfermedad para lograr
cierto nivel de mimetismo en los ghettos homosexuales negros. Al parecer,
en cierta ocasión, logró seducir a un negrata de tal calibre
que tras consumar el romance, su nalga izquierda –al perder casi
completamente la irrigación sanguínea– terminó
siendo atacada por la gangrena. El músculo debió ser amputado
y se dice que desde entonces Nathan cojea.
- Se trata de un tipo que me gusta desde hace un tiempo. Bastante joven
y bastante necio – dijo Nathan rompiendo el silencio, haciéndome
entender que no se sentía ofendido–. No importa. Ya estoy
acostumbrado.
- Claro –dije. Él necesitaba creer lo que decía y,
de paso, que alguien lo confirmara.
- Seth, eh..., ¿me regalás un cigarrillo? –dijo Nancy,
quien acababa de entrar al balcón sonriendo, como siempre. Sid
se encontraba saltando en la sala sobre un sofá, intercalando cada
salto con un verso, improvisando al ritmo de la música y empuñando
una guitarra imaginaria.
- Está borracho –dije.
- Está borracho –reafirmó Nancy–. ¿Y
el cigarrillo?
- Oh, claro –me envié las manos a los bolsillos en busca
de la cajetilla. La encontré, la retiré y la abrí:
ningún cigarrillo. Enseñé a Nancy la cajetilla vacía,
ella me miró desconsolada pero aun sonriente–. Pues, creo
que voy a comprar más –añadí.
- No, no te preocupés –repuso Nancy–. No importa.
- No es por vos, es por mí. Nathan, ¿me abrís la
puerta? –dije. Nathan me dio una palmada en la espalda, sacó
de su bolsillo un juego de llaves y me lo ofreció.
- Llevate las llaves –dijo-. Así nos encargamos de que tengas
que volver.
Tomé las llaves sin dudar, mi intención era volver. El lugar
era cómodo, la compañía agradable, el alcohol...
el alcohol cumplía su función: estaba ebrio, feliz. Por
primera vez en mucho tiempo me tenía sin cuidado estar fuera de
casa. Caminé tambaleándome hasta encontrar un local abierto,
intercambié rápidamente mi dinero por tabaco –un paquete
del rubio y otro del negro, nunca se sabe–. Tras finalizar la compra
emprendí el camino de regreso. Al volver, al encontrarme nuevamente
frente a la puerta de Nathan, inserté la llave en el picaporte,
no encajaba. Tras varios intentos decidí golpear, la puerta se
abrió, tras ella apareció un extraño desconocido
que me interrogaba con la mirada, un sujeto de gran estatura embutido
en un corsé negro de cuero, medias de malla y zapatos altos de
tacón. Un cuadro bastante bizarro que de no ser por el último
ingrediente me habría parecido menos bizarro, tal vez comprensible:
La marca del defecto genético, el rostro inconfundible del labio
leporino. Lancé una mirada al interior, la casa estaba atestada
de fenómenos5 similares: niños de la talidomida exhibiendo
sus brazos mal formados dentro de llamativos trajes, bailarinas de tap
cuyos cartílagos faciales jamás se habían desarrollado.
Reconocí inmediatamente el fondo musical: “The Rocky Horror
Picture
Show”, la música de aquella maravillosa película de
los años setenta –la punta del iceberg del glam–.
– Eh, la reunión es aquí, ¿cierto? –exclamé
con la respiración entrecortada. El portero me observó desconfiado,
le enseñé la palma de mis manos–. Mis pulgares, no
son invertibles, nunca desarrollé la articulación –murmuré
dudando. Él intentó una sonrisa y me invitó a pasar.
Fui adentrándome en un lugar que, aunque con una distribución
de espacios familiar, igual a la de todos los apartamentos de La Zona,
me resultaba extrañamente ajeno: paredes empapeladas con falsa
textura de madera; lámparas de cristal suspendidas, tensas bajo
el techo, iluminando de modo intermitente; pesados estantes que recorrían
las paredes exhibiendo en su interior un elaborado catálogo de
instrumentos quirúrgicos, animales disecados y fichas taxonómicas
–un palacio del científico loco y su descendencia bastarda–.
Caminé lentamente por un pequeño salón hasta tomar
asiento en un amplio sofá. Frente a mí una chimenea falsa
proyectaba hologramas de fuego. Dos mujeres se acomodaron a mi izquierda
compartiendo el mueble conmigo. Desde mi posición sólo me
era posible observar a una de ellas, maciza y voluptuosa. Lucía
un traje similar al que usan las bailarinas en las películas de
vaqueros. Intenté mirar a su compañera, el mismo rostro:
gemelas. Mantuve la mirada fija en los ojos de la que estaba más
cerca de mí, ella respondió con una sonrisa tímida
y, a través de señales, me manifestó su deseo de
fumar. Destapé la cajetilla de tabaco rubio, me llevé un
cigarrillo a la boca y extendí otro hacia ella. Cuando el cuerpo
giró me percaté sorprendido de su condición: un ser
bicéfalo: hermanas siamesas compartiendo un mismo organismo. Llevé
el cigarrillo hasta la boca de la cabeza derecha, con las manos siempre
temblorosas delatando mi sorpresa. Saqué el encendedor y le obsequié
fuego, luego enseñé la cajetilla a la otra cabeza, ésta
negó con un gesto. Encendí mi cigarrillo antes de que el
fuego del encendedor se extinguiera, me reacomodé en el sofá
haciendo carrizo y me mantuve callado, inmóvil, contemplando al
resto de los invitados –sorprendido ante aquel compendio de aberraciones
genéticas–.
De pronto sentí algo sobre mi pierna. En un reflejo observé
estupefacto cómo aquella mujer de dos cabezas me presionaba intermitentemente
con su mano derecha. La miré sorprendido. Ella tomó una
de mis manos y la guió hasta su pecho posándola sobre su
seno derecho –era firme, ni muy grande ni muy pequeño–.
No vestía sostén y al tacto revelaba la textura del pezón.
Empecé a acariciarla, agarrando en ocasiones la punta del pezón
entre el pulgar y el índice, atornillando. El pezón se hacía
cada vez mas duro. Ella mantenía su mano derecha sobre mi pierna,
avanzando lentamente hacia arriba, en busca de la cremallera. Retiré
mi mano de su pecho, subí hasta el cuello y luego, delicadamente,
volví al pecho, presionando esta vez el otro seno, el izquierdo.
De pronto sentí un golpe secó, la mujer de dos cabezas me
había abofeteado con su mano izquierda, levanté la mirada
confundido y me percate de que la cabeza izquierda me observaba iracunda.
- El hecho de que mi hermana sea una puta no quiere decir que yo también
–gritó la cabeza izquierda. La cabeza derecha se sonrojó–.
¡La mitad de este cuerpo me pertenece, si querés meter mano
hacelo en su mitad, no en la mía!
- ¿Por qué hacés siempre esto? –preguntó
sollozando la cabeza derecha a su hermana.
- ¿Por qué tenés que portarte siempre como una puta?
– inquirió la cabeza izquierda.
- Lo único que quiero es algo de compañía –gritó
exasperada Cabeza Derecha.
- Lo dicho. Eres una grandísima puta –dijo la otra.
La parte
izquierda de la mujer bicéfala hizo un extraño intento de
levantarse arrastrando pesadamente a su hermana que, en medio de espasmos
y convulsiones, gritaba desesperada intentando impedir que su hermana
se moviera. El cuerpo se alejo cojeando, del mismo modo en que se mueve
alguien que se ha fracturado un tobillo y debe arrastrar dolorosamente
la extremidad lesionada.
Mientras Cabeza Izquierda alejaba a Cabeza Derecha de mí, Cabeza
Derecha logró detener el cuerpo y hacerlo girar.
-
Es mejor haber amado y perdido que jamás haber amado – Gritó
Quedé
paralizado, congelado sobre aquel sofá. Agujas y alfileres traspasaban
mis zapatos en un molesto y doloroso calambre. En circunstancias normales
y rodeado de individuos normales me habría sentido avergonzado.
Allí, inmóvil, nada me importaba.
Calaba el humo del cigarro adherido a mis labios. De pronto, giré
mi cabeza en acto reflejo al intuir la mirada constante de un desconocido:
los ojos más azules me observaban, interrogaban mi fisonomía.
Recordé inmediatamente a la mujer de la biblioteca, la de piel
pálida y dedos delgados, y, justo antes de poder aislar la imagen
del recuerdo para volver a la realidad, aquellos ojos azules se encontraban
frente a mí.
- Estás aquí por accidente, ¿cierto? –escuché
nervioso al mismo tiempo que intentaba capturar en una imagen a mi interlocutor,
al mismo tiempo que trataba de formar un conjunto a través del
agrupamiento lógico de detalles. Ojos azules detrás de anteojos,
tez pálida; cabello corto, oscuro y desordenado; cuerpo alto y
delgado–.
- Pertenecés a este lugar mucho menos que yo... A propósito,
mi nombre es Peter –dijo aquel desconocido mientras estiraba una
mano hacia mí. La voz era neutra… andrógina. Sólo
mediante este último dato pude inferir un sexo. Tomé su
mano haciendo cierta presión, esperando transmitir una especie
de señal de afecto.
- El mío es Seth – dije.
Peter mantenía la presión en mi mano, su mirada era vacía
y profunda a la vez. En ese momento supe que la seguridad no era mas que
una ilusión y que de allí en adelante ya no había
regreso.
**********
2.
Insomnio + Tedio
“So much to do
So little time”
Mr. X
I
Dejé de dormir el día en que alguien me hizo daño.
De eso ya hace mucho tiempo, años. El eterno desasosiego y la profunda
tristeza me alejaron del sueño. El hábito incontrolable
de recordar una y otra vez la traición. Hay ocasiones en las que
perdonar es imposible: La razón no siempre domina y es esa parte
de ti que no logras controlar la que al final determina tus acciones.
Demencia. Temo a la demencia. Venganza; no sé si exista tal cosa,
mi problema nunca fue el odio, el odio no se acerca a lo que siento: una
vaga ilusión de que los cabos nunca fueron atados.
Desperté. Aunque no puedo asegurar que dormía, desperté.
A veces, cuando recuerdas, tienes la impresión de que el recuerdo
posee un tono azul. Desperté, y todo tenía un tono rojizo.
La luz del sol se colaba entre las persianas. Los párpados me pesaban.
Desperté. Confuso. Mi casa no era mi casa, no todavía. Llevaba
poco tiempo en aquel apartamento de La Zona. Me levanté. Puse el
agua a hervir. Abrí la alacena, sólo quedaban dos sobres
de té: uno de menta y otro de fresa. Me gusta la menta. Regresé
a mi cuarto. Mierda, lo había olvidado por completo. El cadáver
aun estaba al lado izquierdo de la cama, aun tibio.
La mayoría de las mujeres occidentales optan por el veneno a la
hora del suicidio. Son vanidosas, temen desfigurarse de un balazo. Yo
soy considerado. Aunque poseo una Colt 45 que adoro, las enveneno por
medio de un coctel: Pentobarbital, un barbitúrico de lo más
tóxico; Orphenadrine, una droga para tratar el Parkinson; Vodka,
un poco de alcohol para potenciar la toxicidad; y jugo de naranja, para
paliar el sabor amargo.
Los fármacos nunca fueron del todo eficientes, me hacían
dormir, no me quitaban la ansiedad, por eso mataba. Volví a la
cocina, el agua ya había hervido. Dos cucharadas de azúcar
y un cigarrillo. La mujer que había asesinado ese día no
fumaba, odio a la gente sin vicios.
De nuevo mi habitación, escalpelo en mano me preparé para
el ritual. Palpé el cuerpo aun tibio, bello. Mujer pálida.
Abrí el pecho trazando una incisión del cuello al coño.
Retiré las vísceras y reemplacé el corazón
por un corazón de felpa relleno de fotografías de botellas
de Jack Daniels.
- Estoy confundida. Es decir, yo aun te quiero. Es más, me encantaría
pasar el resto de mi vida con vos pero... –decía el hígado,
sobre mi mano izquierda, al estomago, sobre mi mano derecha.
- ¿Pero qué? Yo quiero seguir con vos... te... te amo –replicó
el estomago tímidamente.
- Pero me has hecho mucho daño. He sufrido lo suficiente y... El
páncreas me hace sentir bien –prosiguió el hígado
mientras el páncreas sonreía en un charco de sangre y jugo
pancreático sobre la cama.
Me cansé del juego y, enojado, empecé a apuñalar
al páncreas por haber traicionado al estomago, su mejor amigo.
Tanto trabajo y la satisfacción del deber cumplido me dieron sueño,
abracé mi hermoso cadáver y dormí. Dormí.
Desperté
seguro de haber dormido bien. No era culpa lo que sentía, aquella
sensación no tenía nombre. El cadáver ya no estaba.
Lo aburrido de matar es tener que deshacerse del cadáver.
Adoro a las personas que pasan horas sin hacer nada. Ese día pase
horas mirando al techo y a esa mancha amorfa en la pared para la que cada
día encontraba más formas. Primero parecía una versión
bastarda del conejo de la suerte10. Luego, en cambio, parecía más
una quinceañera de rostro angelical, masturbándose por primera
vez.
En la televisión no había nada entretenido, nada que capturara
mi atención por más de cinco minutos: En media hora había
pasado vagamente por un capítulo de Los Picapiedra en el cual Pedro,
Vilma, Pablo y Betty recordaban sus vidas adolescentes, antes del matrimonio.
Como Gazú, mi personaje favorito en dicha serie, no aparecía,
me pasé a Discovery Health y observé por unos minutos una
operación de maxilar inferior.
Con mi dedo índice presioné los botones tres, dos y enter
del control remoto para pasar al canal codificado de pornografía
donde, a veces, se puede descifrar una doble penetración anal de
la imagen en negativo. Lo mejor son las eyaculaciones faciales. El semen
en negativo es un espectáculo digno de atención.
Cansado de la televisión intenté recurrir al equipo de sonido.
Estaba harto de todos mis discos. Todos música muy deprimente,
música triste y romanticona, Creo que ese día estaba deprimido.
No, no lo estaba. Ahora lo recuerdo. Estaba normal, ni triste ni feliz,
sólo normal, como siempre. Nuevamente, una taza de té –era
el turno de la fresa–, un cigarrillo más, fumaba como puta.
Empezaba a desesperarme. Ni puta idea que hacer.
Creo que empezaba anochecer. Tanto el televisor como el equipo de sonido
se encontraban encendidos y dando lata a un volumen ensordecedor, aun
así había dejado de percibirlos. Seguía buscando
nuevas formas para la mancha en la pared: son gigantescas las posibilidades
que ofrece una humedad.
Decidí ir a algún lado, desplazarme, caminar. Demasiada
ansiedad. Me puse los zapatos. El camino de mi habitación a la
puerta del apartamento me pareció inusualmente largo, creo que
agotador, tuve la impresión de que cuando se camina no es uno quien
se desplaza, uno permanece en el mismo sitio y el universo es quien se
mueve. En ese momento el universo tenía pereza o estaba cansado
o… que sé yo, no soy quién para discutir el estado
anímico del universo.
Abrí la puerta y salí al pasillo. Presione el botón
del ascensor, un minuto, dos, cinco, cuando estaba a punto de decidirme
por las escaleras las puertas del ascensor finalmente se abrieron e ingresé
en las fauces de esa bestia cúbica mecánica generadora de
claustrofobia y mareo.
Al llegar al primer piso las puertas se abrieron. Cinco personas entraron
en el ascensor desplazándome hasta el fondo: tres hombres, dos
mujeres. Todos vestían de traje, todos poseían esa apariencia
inmaculada de ejecutivo joven; olían extraño, demasiado
a limpio, una limpieza condimentada con perfumes dulzones. Las puertas
del ascensor se cerraron y, tras una ligera agitación, éste
emprendió su regreso. Quedé atrapado justo detrás
de una de las mujeres, era un poco más baja que yo, de cabello
rubio tinturado: las raíces negras empezaban a hacerse obvias;
bajo su falda se escondía un firme trasero que rozaba mi bragueta.
Pasé una mano por entre sus nalgas y me eché hacia atrás,
ella giro la cabeza encontrando la mirada de uno de sus acompañantes,
el más alto de ellos, y le dedicó una sonrisa coqueta, la
cual él correspondió confundido. Las puertas del ascensor
se abrieron. De nuevo en el piso número cuatro. Los cinco ejecutivos
jóvenes de olor dulzón salieron arrastrándome con
ellos. Sin darme cuenta terminé atrapado en un apartamento desconocido,
lleno de sujetos iguales a los del ascensor, todos copia de la misma entidad.
Me pregunto si existía un original, si en algún lugar de
la casa estaría escondida la matriz, el molde del cual se habían
vaciado todas las personas con apariencia de ejecutivos jóvenes
del mundo. Una vez más el universo se había burlado de mí
y había terminado desplazándose hasta dejarme atrapado en
medio de aquella extraña reunión donde las entidades-ejecutivo-joven
discutían acerca de cuál software ofrecía una hoja
de cálculo más precisa y con más posibilidades.
Merodeé por el lugar. Observé detenidamente su aspecto.
Las paredes estaban forradas con papel de colgadura de textura similar
a la madera; la sala estaba atestada de estantes repletos con animales
disecados y fichas taxonómicas: Los trofeos del cazador. Una chimenea
falsa proyectaba fuego falso. Al lado, unos cuantos hombres acaparaban
lo que parecía ser un bar, sostenían copas en las manos
y permanecían parados intentando posiciones seductoras mientras
lanzaban insinuantes miradas al otro extremo del salón, en donde
un puñado de mujeres se hablaba al oído y respondían
a las miradas sonriendo o mordiéndose los labios. Toda una actividad
de cortejo. Me acerqué al bar y me serví un trago, intenté
una pose seductora arqueando una ceja y agitando levemente la copa en
lentos movimientos ondulados. No hubo respuesta, ninguna de las damas
se interesó en mi presencia.
- Esta noche me mojo a unas cuantas –escuché decir al tipo
que se encontraba a mi lado. Era el sujeto alto del ascensor–. Me
gusta tu aspecto muchacho. Desaliñado, diferente –dijo mientras
me pegaba un codazo–. Pero para ligarse a una de estas hay que aparentar
solvencia, estabilidad, tú sabes.
- No, no entiendo.
- Me encanta tu actitud –dijo riendo mientras sacaba del bolsillo
un pequeño sobre de papel–, ¿Quieres un poco? –preguntó
ofreciéndome el sobre.
- ¿Cocaína? –pregunté
- Claro. Me encanta tu actitud, realmente me encanta –repitió,
riendo de nuevo–. Mira a la rubia, estoy seguro de que le gusto
–se trataba de la rubia del ascensor a la que yo le había
tocado el culo antes.
- Pues, ¿qué esperás? – le dije. El sujeto
alto me guiño el ojo y se alejo en dirección a la chica.
Palpé el sobre de papel y me dirigí al baño. Allí,
encerrado, abrí el sobre: una pequeña cantidad de polvo
blanco. Saqué de mi chaqueta el frasco con el pentobarbital y mezclé
un poco en el sobre de cocaína. Salí del baño y devolví
el sobre al sujeto alto, quien se encontraba manoseando e intentando besar
a la rubia del culo firme.
Tocaron a la puerta. El anfitrión –un tipo de mediana edad
que llevaba puesta una levantadora a rayas– se acercó para
abrir. Un muchacho de aspecto desordenado ingresó a la fiesta,
se paró en medio de la sala observando detenidamente a su alrededor.
Luego, tras reconocer el espacio se desplazo hasta un sofá donde
se acomodó a sus anchas sin ningún rastro de decencia. Su
apariencia no se asimilaba en nada a la de Entidad-ejecutivo-joven. Me
dediqué a observarlo. En cuestión de minutos una mujer se
sentó a su lado y le comunicó algo por medio de señales,
él saco un paquete de cigarrillos y le puso uno entre los labios.
Luego sacó un encendedor y le ofreció fuego. Mientras aspiraba
para encender el cigarrillo ella posó una mano sobre una de las
piernas del chico y presionó de modo afectivo, un gesto similar
al de dar una palmada en la espalda en señal de agradecimiento,
entonces, él le acarició una mejilla y lentamente fue bajando
la mano, primero por la cara, luego por el cuello y, finalmente, por el
pecho, pasándole la manos por los senos y apretándolos entre
su puño. La mujer palideció y tras un breve instante lanzó
una fuerte bofetada a la cara del chico y se marchó iracunda. Él
se quedó allí sentado como si nada hubiese pasado. De pronto,
intuyó mi mirada. Me acerqué a él:
- Estás aquí por accidente, ¿cierto? –dije–.
Pertenecés a este lugar mucho menos que yo... A propósito,
mi nombre es Peter –añadí, dudando. Él mantenía
la cara en blanco, sin gesticular emoción alguna. Le extendí
una mano.
- El mío es Seth –dijo aceptando mi saludo. Un simple apretón
de manos y pareció, de pronto, que algo allí había
cambiado.
La Entidad-ejecutivo-joven-toca-culos
del sobre de cocaína apareció de pronto frente a nosotros
gritando. La nariz le sangraba. Me miró directamente a los ojos,
acusándome. Se desplomó sobre el suelo y empezó a
convulsionar. La gente lo observaba, la mujer del culo firme se abalanzó
sobre él, gritando. Tomé a Seth del brazo y lo arrastré
fuera de aquel sitio. Él parecía no enterarse de nada o,
a lo mejor, no le interesaba enterarse de nada.
- ¿A donde vamos? –preguntó–. Tenés unos
ojos muy bonitos, me recordás a alguien que vi hoy en la biblioteca
–añadió, sin cambiar en ningún momento su gesto
de desdén. Ese gesto de desinterés en todo y en todos–.
¿Viste a la nena de dos cabezas? –preguntó finalmente.
No supe que responder.
**********
3.
Una historia románticona mas.
“Algunos
datos sobre mí: creo que soy una persona echada a perder”
Douglas Coupland
I
Seth. Una
habitación desconocida. La resaca le pareció tan real que
inmediatamente supo que estaba despierto. Intentó recordar cómo
había llegado allí: Peter, estaba en casa de Peter. Se levantó,
se vistió e hizo la cama. Al abrir la puerta de la habitación
se encontró en un pequeño corredor. Buscó a Peter,
exploró la casa, balbuceó el nombre de su anfitrión,
llamándole, buscándole. No recibió respuesta. Un
ruido tras una puerta entreabierta, supuso que allí encontraría
a Peter. Al abrirla se encontró con unos ojos azules que le miraban
sorprendidos: la mujer de la biblioteca, desnuda. Sus miradas se cruzaron
por unos segundos. Ella, avergonzada, se cubrió con una toalla
al tiempo que él, avergonzado, cerró la puerta de golpe
y, confundido, buscó una salida.
Se marchó sin decir nada, sonrojado, sorprendido y maravillado.
Al abandonar el apartamento, en el corredor del edificio, se percató
de que aun se encontraba en La Zona y que, de hecho, estaba frente a la
puerta de Nathan, al lado del apartamento donde había tenido lugar
aquel festín de atrocidades genéticas.
El ascensor se desplazó lentamente hasta bajar los cuatro pisos.
Seth se encontraba anonadado. Pensaba en Peter y en aquella mujer, pensó
en devolverse, en golpear la puerta, en preguntar a aquella chica qué
hacía allí, quién era.
Divagando caminó los pocos metros que le separaban su casa. Llegó
directo a su habitación. Eran las diez de la mañana. Desesperado
por dormir y por reponerse de la resaca ingirió dos tabletas de
dramamina. Desayunó pan, mantequilla y Coca-Cola. Tomó un
baño y se acostó. Dormir fue imposible. Aunque las pastillas
le hubiesen hecho algún efecto se encontraba demasiado ansioso.
Acomodaba y reacomodaba su cuerpo sobre la cama, cambiando de lado y moviendo
almohadas, intentando encontrar una posición en la cuál
dormir pareciese menos imposible, una postura cómoda que le permitiera
salir de ese horrible punto medio que se encuentra entre el estar dormido
y el estar despierto. Ese estado de vigilia que le resultaba tan agobiante
que, a veces, cuando irritado renunciaba a toda posibilidad de dormir,
comenzaba a caminar desesperado dando vueltas en el mismo espacio, golpeando
paredes y fumando sin control.
Dormir le fue imposible y, en ese estado, con las pupilas completamente
dilatadas y el globo ocular estallado en sangre, salió a caminar.
Como un autómata que repite una y otra vez la misma acción,
antes de darse cuenta, estaba deambulando entre los estantes de la biblioteca.
Recorrió por varios minutos la sección de literatura antes
de toparse con un ejemplar de “El Malogrado” de Thomas Bernhard12,
libro que había comenzado a leer días atrás y que
debió suspender gracias a algún idiota afiliado a la biblioteca
que había tomado prestada la única copia existente. Tomó
asiento. Su mesa favorita. Trató de encontrar la página
en que había dejado el texto y recordó que el libro no estaba
dividido por capítulos, esto le dificultó hallar un punto
de partida.
- ¿Qué leés? –preguntó a Seth la mujer
de ojos-azules-cabello-corto-y-negro-piel-blanca-y-extremidades-delgadas
que había descubierto esa misma mañana vistiéndose
y que, de pronto, se encontraba frente a él.
- Hola –dijo él, sorprendido. Miró la portada del
libro intentando decir algo– Eh, un libro...
- Obvio –dijo ella, en un tono seco pero, aun así, amable–.
¿Cómo te llamás? –preguntó mientras
se acomodaba en una silla al lado izquierdo de Seth.
- Seth –la voz le temblaba evidenciando su timidez–. ¿Vivís
con Peter? –preguntó finalmente.
- Sí.
- ¿Y están juntos?
- ¿Y están juntos? ¿Qué clase de pregunta
es esa? –preguntó de pronto Thomas Bernhard, que acababa
de aparecer al lado derecho de Seth–. ¿A qué quieres
llegar con tonterías como esa? A ver, intenta de nuevo. Preguntale
otra cosa...
- Hey, esto no es asunto tuyo –dijo Seth irritado.
- Claro que no es asunto mío. Pero ese problema tuyo para hablarle
a una dama además de ridículo es insoportable –repuso
Bernhard–. ¡Que intentes de nuevo!
- Las mujeres bonitas me dan miedo –contestó Seth. Thomas
Bernhard le miró enojado. Se pasó una mano por el cabello.
Ante ese gesto Seth no tuvo más remedio que intentar decir algo
a ojos-azules-cabello-corto-y-negro-piel-blanca-y-extremidades-delgadas–.
Me gustaría invitarte a salir, tomar algo, hablar, yo qué
sé.
- Vas de mal en peor –dijo Bernhard.
- Vas de mal en peor –reafirmó la mujer –. Hazlo de
nuevo, esta vez intenta ser gracioso.
- Hola, soy Seth. Estudio Frenología13 y por las medidas de tu
cráneo deduzco que no estás para nada interesada en mí.
- Eso no es gracioso –dijo Bernhard, interrumpiéndole–.
Esa estúpida auto complacencia tuya resulta completamente molesta.
- ¿Y vos qué sabes de ser gracioso? En este puto libro no
hay nada gracioso. Amargado de mierda. ¿Y auto complacencia? Por
Dios, ¡mira tus personajes! –gritó Seth a Bernhard
mientras sostenía el ejemplar de El Malogrado en el aire–.
Además, por lo que he leído aquí, creo que jamás
en tu puta vida llegaste, por lo menos, a segunda base.
- Hey hey hey... Calma, te recuerdo que yo no soy exactamente el del problema....
–recalcó Bernhard.
- ¿Y yo cuándo te pedí ayuda gran güevón?
De necesitar ayuda habría apelado a La Fuerza, al Maestro Yoda
o a Obi Wan Kenobi, qué sé yo, hasta a Luke Skywalker. Pero,
por favor, un escritor sin importancia no se compara a un Caballero Jedi14.
- Luke Skywalker era un mariquita.
- Skywalker no era Jedi.
- Claro que sí. Además, ¿la vas a invitar a tu casa
a pasar la tarde viendo La Guerra de las Galaxias?
- ¿Y por qué no? –respondió Seth bastante exasperado.
- A mí me gusta La Guerra de Las Galaxias –dijo la mujer
de ojos azules, cabello corto y todo lo demás…
- Bueno, ¿Te ayudo o no? –preguntó Bernhard.
- ... – Seth.
- Ella te gusta bastante, ¿no?
- Sí. Básicamente. Es que mirala, tiene los ojos más
azules del puto mundo... Pero igual, creo que sale con Peter, anoche durmió
en su casa. ¿Qué crees que puedo hacer, Thomas Bernhard?
- ¿Qué crees que puedo hacer, Thomas Bernhard? Ahora le
hablas a Thomas Bernhard de mi hermana –dijo Peter, que acababa
de llegar y se encontraba parado frente a Seth–. Además de
espiar a mi hermana hablás solo. No, perdón, le hablás
a un escritor muerto.
- Peter... –Seth avergonzado. Thomas Bernhard y la mujer de ojos
azules desaparecieron del mismo modo en que la imagen desaparece cuando
se apaga un televisor a blanco y negro. Tras un corto e incómodo
silencio Seth se percató de lo que Peter acababa de decir–.
¿Tú hermana? – Preguntó
- Sí, mi hermana. A propósito, me preguntó por vos
–dijo Peter.
- ¿En serio?
- No –respondió Peter–. Bueno, sí. Me preguntó
por el tipo que, además de espiarla mientras se vestía,
salió huyendo despavorido.
- Mierda –Seth se llevó las manos a la cara. Se dio cuenta
de que aun le hacía falta un dato. Preguntó–: ¿Cómo
se llama tu hermana?
- Ana.
- ¿Ana? Como Peter y Ana, los personajes de Peter Pank. ¿Y
de casualidad no tienen otra hermana que se llame, que sé yo, Campanita?
Peter miró a Seth fríamente. Se encontraba parado frente
a él con las manos en los bolsillos. Vaciló en decir algo.
Sacó una mano de un bolsillo y se levantó un poco la camisa
enseñando parte del abdomen. Al lado izquierdo del ombligo tenía
tatuadas las palabras “Nunca Jamás”.
- Es una especie de pacto, ella también lo tiene –dijo Peter
señalando el tatuaje –. ¿Me puedo sentar a leer con
vos? No tengo nada más que hacer.
Seth asintió con la cabeza. Peter, por medio de un gesto con las
manos le hizo entender que iba a buscar algún libro. Empezaba a
oscurecer. Seth abrió el ejemplar de El Malogrado y decidió,
esta vez, leer desde la primera página. Apenas había avanzado
unas cuantas líneas apareció Sid, se sentó frente
a él y dejó caer varios libros sobre la mesa. Sid traía
una cara de cansancio similar a la de Seth; sólo que en su caso
no se trataba de haber dormido mal sino de una fuerte resaca.
- ¿Cansado? – preguntó Seth.
- Bastante, anoche se me fue la mano. Tengo un guayabo del putas –dijo
Sid – ¿y vos?, ¿qué te hiciste? Nancy y Nathan
estaban todos preocupados.
- Ah, claro. No vas a creer lo que me pasó.
- Pues por lo menos parecés mejor que yo. A propósito, Nathan
dijo que te quedaste con sus llaves –Seth palpó sus bolsillos,
podía sentir las llaves en uno de ellos–. ¡Mierda!
Se me había olvidado.
- Ahora te acompaño a entregárselas, igual, Nancy sigue
allá – Sid se detuvo para limpiarse los ojos y abrir uno
de los libros–. Bueno, ¿Y qué? ¿Te pasó
algo interesante?
- Pues, conocí a la mujer más bonita que he visto en mi
vida.
En ese momento reapareció Peter con un par de libros bajo el brazo.
Se sentó a la izquierda de Seth, en el lugar donde minutos antes
se encontraba su hermana o, al menos, un holograma de ella.
- Sid. Mirá, te presento a un amigo –Seth dirigiéndose
a Sid. Una mano sobre el hombro de Peter.
- Peter... hace mucho tiempo que no te veía –dijo entonces
Sid.
- Mucho tiempo –reafirmó Peter.
- Un momento, ¿ustedes se conocen? –preguntó Seth.
- Sí, desde niños –respondió Sid.
- Estudiamos en el mismo colegio –añadió Peter.
- Y Ana, ¿cómo está? –interrogó Sid
a Peter.
- Bastante bien –respondió Peter, sonriendo maliciosamente–.
Si no me creés preguntale a Seth que está perdidamente enamorado
de ella.
- Apenas si la he visto un par de veces –murmuró Seth sonrojado.
- Lo suficiente para enamorarse de ella. Ana es un encanto –dijo
Sid mientras escogía una página de un libro.
Sin ninguna razón la conversación se detuvo en ese momento.
No es que no hubiera nada qué decir, al contrario, Peter y Sid
se trataban con toda confianza. El silencio estaba lejos de resultar incómodo.
A veces, alguno de los tres musitaba algo, soltaba algún comentario
acerca del libro que leía o simplemente decía alguna tontería.
A veces aparecía un espectro de conversación, un tema que
se desarrollaba a partir de preguntas, silencios, respuestas, silencios
y
afirmaciones.
- ¡Quiero un cigarrillo! –exclamaba Sid cada dos o tres páginas.
- A este tipo le encanta escribir con palabras largas –Seth, llamando
la atención de los demás.
- ¿Qué encontraste? –preguntó Sid.
- Nopoderestarsequieto –respondió Seth.
- No vale –dijo Peter–. Es una palabra inventada y, a la vez,
ensamblada a partir de varias palabras –añadió.
- Bueno, ¿qué tal Norteamericanocanadiense? –Seth
sin levantar la vista del texto.
- ¿Cuántas letras? –preguntó Peter.
- Veinticuatro –respondió Seth.
- ¡Quiero un cigarrillo! –exclamó Sid. Cerró
su texto con ambas manos y se puso de pie–. Estoy afuera, fumando.
Los espero – dijo mientras se alejaba.
- Yo también me voy –Peter dejando su silla a un lado–.
Tengo que ir a comprar unas cosas antes de que cierren el supermercado.
- ¿Qué hora es? – Preguntó Seth.
- Ocho y media.
- ¿Ocho y media? Pues vamos.
Salieron de la biblioteca. Afuera, recostado sobre una columna, se encontraba
Sid fumando ansioso. Peter y Seth se le acercaron.
- Bueno, ¿y ahora qué hacemos? –preguntó Sid.
- Yo tengo que ir al súper. Aunque, si quieren, vayan a mi casa
mas tarde. Tengo unas cuantas botellas de whisky, suficientes para pegarnos
una buena borrachera –Peter.
- Yo me apunto –Seth encendiendo un cigarrillo, pensando más
en Ana que en Peter.
- No sé. Soy un hombre comprometido, vamos a ver qué dice
Nancy –explicó Sid.
Peter se marchó. Sid y Seth se quedaron en la puerta de la biblioteca
aspirando amplias bocanadas de nicotina.
- ¿Dónde vive Peter? –preguntó Sid.
- No me lo vas a creer. Frente al apartamento de Nathan.
- Pues vamos. Le entregás las llaves a Nathan y esperás
allá mientras Peter aparece – propuso Sid.
Seth asintió con la cabeza mientras empezaban a caminar.
- ¿Entonces conocés a Peter y a Ana desde hace mucho? –Seth.
- Mucho. Aunque no había vuelto a saber de ellos –respondió
Sid–. No los volví a ver desde que Peter enloqueció
–añadió tras una breve pausa.
- ¿Desde que Peter enloqueció? No entiendo –interrogó
Seth mientras Lanzaba por el aire la colilla del cigarro.
- Sí, desde que se deschavetó. Desde que perdió un
tornillo –respondió Sid, botando también su colilla.
- ¿eh?
- ¿No te contó? –Sid se detuvo. Observó a Seth.
Éste, a través de un gesto, le hizo entender que no tenía
idea de qué hablaba. Sid prosiguió–. Lo último
que supe de Peter fue que estaba metido en un sanatorio o algo así.
Cuando aun estábamos en el colegio, un día –de pronto–
Peter dejó de ir. Escuché que había tenido un accidente,
o que Ana había tenido un accidente, o los dos, no sé. Al
parecer en su familia existe un largo historial de esquizofrenia y, lo
que sea que haya pasado en ese accidente hizo que Peter enloqueciera.
Desde eso, más o menos hace cuatro años, no había
vuelto a saber nada de Peter –pausa–. Ni de Ana.
Llegaron a casa de Nathan. Entraron sin avisar. Tenían llaves y,
además, Sid y Nathan se tenían la suficiente confianza como
para permitirse ese tipo de cosas. Es mas, tanto Sid como Nancy poseían
copias de las llaves del apartamento.
En medio de la sala se encontraba Nathan sobre el suelo, a cuatro patas,
desnudo y jadeando, haciendo rítmicos movimientos pélvicos
hacia delante y hacia atrás. Sólo llevaba puesto un casco
de realidad virtual conectado a una consola Sex Box de Microsoft? Lo último
en consolas RV: gráficos de 512 bits, inteligencia artificial,
más de cien mil polígonos por segundo, puertos para cuatro
cascos-control o exoesqueletos. Sid, aunque apenado, no pudo evitar soltar
una larga carcajada. Tomó uno de los cascos y ofreció otro
a Seth. Entraron al mundo virtual de Nathan. Allí, en una habitación
cúbica creada en un diseño básico tridimensional,
en un entorno construido a partir de un entramado de líneas verdes
horizontales y verticales que al encontrarse daban la ilusión volumétrica,
se encontraba Nathan siendo sometido por un negro idéntico a Nelson
Mandela. Este penetraba a Nathan con toda pasión por su orificio
más básico.
- Nigger ¡fuck me hard!– Gritaba Nathan acompasando la marcha
de su pelvis.
- Ahora podés confirmar por qué le dicen El Étnico
–dijo Sid.
- Por lo que veo le encantan los personajes políticos –dijo
Seth.
- Adora a toda la farándula en sí –añadió
Sid–. También tiene un emulador de Martin Luther King y otro
de Michael Jackson de cuando era negro.
Nathan se percató de que no estaba solo y, completamente sorprendido
y apenado, abandonó el entorno virtual sin decir una sola palabra.
Sid y Seth salieron también del entorno virtual. Al quitarse los
cascos escucharon un portazo, Nathan se había encerrado en su habitación.
Sid apagó la consola y se fue a la cocina.
- Seth, ¿Querés tomar algo? –gritó.
- Agua –respondió Seth acomodándose sobre el sofá.
Sid apareció en la sala con un vaso con agua en una mano y una
cerveza en la otra. Ofreció el vaso a Seth y se sentó sobre
el sofá mientras destapaba la cerveza. La puerta de la habitación
de Nathan se abrió y éste apareció en la sala sonrojado,
con una levantadora puesta.
- Seth, lamento lo que acabás de ver –dijo Nathan–.
Y a usted, ¡jovencito! ¿Cómo se le ocurre hacerme
pasar semejante vergüenza? –añadió dirigiéndose
a Sid–. Entre otras cosas, Seth, ¿qué putas te hiciste
anoche? Nos dejaste bastante preocupados. Y Nancy con esas putas ganas
de fumar, se puso desesperante.
- Cierto. ¿Y donde está Nancy? –preguntó Sid
al percatarse de la ausencia de su chica.
- Fue al supermercado..., a comprar algo para comer –respondió
Nathan.
- Hey, ¿vos sí vas a ir a donde Peter? –preguntó
Seth dirigiéndose a Sid.
- No, no puedo, Nancy está como enojada. Lo mejor será esperar
a que venga, a ver si logro calmarla –respondió Sid.
- ¿Y eso? ¿Pasó algo? –interrogó Seth.
- Claro –dijo Nathan–. Anoche la niña quería
echar un buen polvo y el imbécil este que tenés por amigo
se emborrachó como nunca y cayó completamente dormido.
- Gajes del oficio –exhaló Sid –. Y ya que tocamos
ese tema, Nathan ¿Porqué no salís esta noche y me
dejás el apartamento?
- ¿Cómo así? ¿Para qué? – Nathan.
- ¡Hey! ¿Yo cuando te he preguntado qué hacés
con tu vida? Nunca. ¿Cierto? –Sid. Lleno de dignidad –.
Bueno, te voy a contar. ¿Pero sólo sí me hacés
un favor?
- Claro –Nathan nunca respondía a Sid con un no–. Contame.
Soy todo oídos.
- Necesito que te vayás para quedarme sólo con Nancy. A
ver si así arreglamos algo. No sé. Y de paso, ya que me
vas a prestar tú casa dejá algo de alcohol; aunque sea de
ese vino tinto de maricas que vos tomás. ¡Ah! Y prestame
plata.
- ¿Cuánto? Te advierto que te estás sobregirando.
- ¡Nathan! Por Dios. Luego te pago o te presento a algún
negrito.
- ¡Hey! Sid ¿vas a ir adónde Peter o no? – Seth.
Que empezaba a desesperarse.
- ¿quién es Peter? –preguntó Nathan.
- Tu vecino del frente – respondió Sid.
- Tu vecino del frente – respondió Seth.
- Y antes de que preguntés –añadió Sid–:
No es negro.
*****
II
- ¿Qué querés tomar? – Preguntó Peter
desde la cocina, Seth esperaba en el balcón. Encontraba encantadores
los balcones –. Tengo Jack Daniels y..., sólo tengo Jack
Daniels.
- ¿Jack Daniels? ¿Es que vamos a jugar póker? Si
es así te apuesto a tu hermana –Seth intentando hacer un
chiste.
- Graciosísimo. Otro chiste de esos y te meto la botella por el
culo – Peter. Entrando al balcón.
Peter llevaba un cojín bajo el brazo, uno en la mano y la botella
de whisky en la otra mano. Dejó caer los cojines al suelo y se
sentó. De pronto se escuchó el timbre, Peter fue a abrir
la puerta, regresó con otro cojín y con Sid detrás.
Sid tomó asiento. Seth permanecía de pie, inmediatamente
notó el cansancio y el aburrimiento en la cara de Sid, éste
vestía un pijama a rayas y traía puestas unas orejeras,
parecía un personaje de Plaza Sesamo.
- Me desespera que estés ahí parado –exclamó
Peter mientras se echaba sobre un cojín. Lanzó un cojín
a Seth, éste lo tomó en el aire y se sentó.
Los tres se encontraban uno al lado del otro, recostados sobre la puerta
de vidrio que separaba al balcón del resto de la casa. Peter se
apuró a destapar la botella. Seth encendió un cigarrillo.
- Pensé que no ibas a venir –Seth a Sid mientras aspiraba
de su cigarrillo.
- ¡Nancy! –exhaló Sid a modo de respuesta.
- ¿Quién es Nancy? –preguntó Peter mientras
se echaba un trago de whisky.
- La novia de Sid –respondió Seth
- Mi novia –respondió Sid.
- ¿Sigue enojada? –preguntó Seth mientras le arrebataba
la botella de las manos a Peter.
- Ah, estaba enojada –concluyó Peter.
- Peor aun –confesó Sid –. Lo que pasa es que... a
ver, cómo explicarlo, tenemos una especie de disfunción.
- ¿Qué? ¿No se te para? –preguntó Peter
mientras le quitaba el vino a Seth.
- Hey, aun no he tomado –refunfuñó Seth arrebatándole
nuevamente la botella a Peter.
- A ver, dame un trago –Sid
- Que no he tomado todavía –Seth enojado.
- ¡Pues tomá rápido güevón! –Sid
- Un momento. Deja tomar a Seth y seguí con la historia –Peter.
- ¿Cuál historia? –Sid.
- Pues esa..., que no se te para cuando estás en la cama con tu
nena –aclaró Peter. Seth bebía.
- Yo no he dicho eso.
- Entonces, ¿qué quisiste decir?
- Nada.
- Puta vida. Contá de una vez la puta historia –Seth, que
iba ya como por el tercer trago.
- Estás acaparando todo el trago güevón –gritó
Sid quitándole la botella a Seth.
- ¡Que contés la puta historia! –recalcó Peter.
- Esta bien –empezó Sid–, lo que pasa es que, a ver,
cómo decirlo, siempre que estoy con Nancy hago que ella se ponga
encima...
- ¿Y eso qué tiene que ver con que no se te pare? –interrumpió
Seth.
- ¿Me vas a dejar contar la historia? –gritó Sid exasperado.
Seth se disculpó con un gesto –. Bueno, hago que ella se
ponga encima –prosiguió Sid bebiendo un trago de whisky –.
Es que a mí me da mucha pereza empujar, me canso rápido
y esas cosas, además a ella le gusta. La cosa es que ella empieza
a moverse muy rápido y empieza a gritar cosas...
- Pues que grite, eso resulta estimulante –interrumpió Peter
mientras le arrebataba la botella a Sid.
- ¿No es más fácil si traés vasos y cada uno
se sirve? –preguntó Seth –. A ver, Seguí con
la historia – añadió dándole un codazo a Sid.
Peter se levantó para ir en busca de los vasos.
- Bueno, el problema no es que grite. El problema es lo que grita –
Continuó Sid. Peter volvía con los vasos, apresurado. –
En fin. Ese es el problema. Seth, dame un cigarro.
- ¿De los rubios o de los negros?
- Negro..., No, mejor rubio.
- ¿Qué es lo que grita? –preguntó Peter mientras
servía whisky en los vasos. Seth sacó un paquete de cigarrillos
y ofreció uno a Sid.
- ¡Viva Varsovia liberada! ¡Abajo la ocupación Rusa!
–explicó Sid recibiendo el cigarrillo de manos de Seth. Peter,
al no poder aguantar la risa, escupió todo el whisky que tenía
en la boca.
- ¿Es en serio? –preguntó Seth, que ya estaba ebrio.
Sid asintió sonrojado.
- Y claro –añadió Sid–, ella que empieza a gritar
y..., y a mí..., pues...
- Entendemos... – Peter.
Seth y Peter trataban de contener la risa. Se miraban a los ojos, miraban
a Sid. No lograron aguantar y estallaron en sonoras carcajadas. Sid, molesto,
se levantó y se fue.
- ¿Te quedás a dormir esta noche? –preguntó
Peter finalmente, cuando pudo dejar de reír.
- No, me da pena –respondió Seth. Aun ahogando la risa–.
¿Y tú hermana? No la he visto.
- No sé, debe estar por llegar. ¿Te quedás o no?
- Bueno.
Se quedaron allí evitando mirarse. Imposible, al primer contacto
visual ambos estallaron en ahogadas risas. Peter casi ni podía
respirar, Seth se retorcía mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
La hilarante y vergonzosa anécdota de Sid era un bocadillo para
los necios.
*****
III
Seth, una habitación. El entorno es ya menos desconocido. Seth,
Muchas horas acomodándose sobre sí mismo. La cama no es
una cama, es sólo un colchón sobre el suelo; él no
lo había notado la primera noche –dos noches durmiendo fuera
de casa o, más bien, dos noches intentando dormir fuera de casa–.
Ya de por sí le resultaba bastante difícil conciliar el
sueño sobre su propia cama. ¿Qué hacia allí?
Se preguntaba. ¿Por qué no se había marchado a casa
cuando todavía estaba a tiempo?
Ana no había aparecido. La luz del sol se asomaba ya por la ventana
y él no recordaba haber dormido. Estaba cansado, muy cansado, pero
no había manera de descansar. “Odio a las personas que con
tan sólo cerrar los ojos logran quedarse dormidas”, pensó.
Él llevaba varias horas con los ojos cerrados pero no le parecía
haber dormido. Un Jadeo tras la puerta entreabierta de la habitación.
Algo le observaba. Permaneció quieto, alerta. La puerta se abrió
de golpe y una extraña figura negra salto sobre él. Seth
Gritó, asustado, con los ojos cerrados. Sintió algo blando
y húmedo sobre la cara. Abrió los ojos. Un perro grande
y negro le lamía el rostro.
- ¡Barrabás! ¿Qué estás haciendo? –gritó
Ana, entrando en la habitación–. ¡Quieto! –el
perro se acercó a los pies de su dueña, jadeando y moviendo
la cola amistosamente–. ¿Te despertó Barrabás?
Espero que no te haya asustado.
- No, igual no he podido dormir en toda la noche –contestó
Seth sonrojado, percatándose de que estaba en ropa interior. Se
cubrió con una cobija.
- ¿Y eso? ¿Por qué? –preguntó Ana.
- Insomnio, últimamente no duermo muy bien. vos sos Ana..., supongo.
- Y vos el tipo que me estaba espiando ayer, supongo.
- Yo no te estaba espiando, buscaba a Peter –explicó Seth–.
A propósito, ¿dónde está?
- Salió temprano... ¿Querés algo? ¿Un té?
No sé... ¿algo?
- No, tranquila. Ya me voy –dijo Seth poniéndose de pie.
Olvidando que sólo traía puesta ropa interior.
- Me encanta ese estampado de los Transformers –dijo Ana mirando
directamente a la ropa interior de Seth. Él, apenado, se echó
sobre el colchón y se cubrió con la cobija. Barrabás
se acomodó en el suelo, a los pies del colchón–. Te
traeré un té –dijo Ana mientras salía del cuarto.
Seth se puso la camiseta y se reacomodó sobre el colchón
sentándose de modo que la espalda le quedó sobre la almohada.
La habitación era amplia y acogedora. A su lado, a la izquierda
de la improvisada cama, frente a la ventana, había un escritorio
con algunos libros apilados encima, varias fotografías y vasos
atiborrados de lápices, escalpelos y otros artilugios académicos.
Al lado del escritorio había una silla de oficina. Observó
frente a él una fotografía empotrada en un marco sobre la
pared. En ella pudo reconocer dos niños de ojos azules y cabello
negro, aparentemente gemelos, Peter y Ana supuso.
- Sí, son gemelos, ¿no lo sabías? – Preguntó
de pronto Barrabás.
- Mierda, ahora los perros hablan... –se dijo Seth exasperado.
- Igual que los escritores muertos – dijo Thomas Bernhard, que apareció
sentado sobre la silla al lado del escritorio–. Vas bien con la
niña de los ojos azules.
- ¿Por qué no hablás con ella? Decile algo, ¿No?
– Añadió Barrabás.
- Hey, soy un tipo tímido, no hablo con nadie.
- Estás hablando con nosotros –dijo Thomas Bernhard.
Ana apareció con una taza de té en cada mano, se sentó
sobre el colchón a la derecha de Seth y le ofreció una de
las tazas. Él la tomó agradecido. Barrabás echó
la cabeza sobre las patas haciéndose el dormido. Seth bebió
el té a pequeños sorbos esperando no tener que ser él
quien iniciara la conversación. La situación era propicia
para provocar la burla de Thomas Bernhard. Seth lo buscó con la
mirada. Había desaparecido.
- Peter también sufre de insomnio –dijo Ana–. Para
que duerma siempre le leo el mismo cuento, ¿quieres que te lo lea?
–añadió. Seth asintió mientras daba un par
de tragos al té. Ana tomó un libro que se encontraba tirado
sobre el suelo al lado del colchón, un viejo volumen de un ilustrador
llamado Edward Gorey17–. La A es por Amy que cayó por las
escaleras –leyó–. La B es por Basil que fue asaltado
por osos. La C es por Clara que se marchó lejos. La D es por Desmond
que fue lanzado de un trineo...
Sin darse cuenta, Seth cayó profundamente dormido. Ana, al percatarse
de ello dejó de leer. Bebió su té y se acostó
abrazándolo. Barrabás abrió los ojos y levantó
las orejas, se podría jurar que reía.
Cuando Seth despertó la luz era ya tenue, el sol se alejaba por
el horizonte y la luna aparecía a través de las ventanas
exhibiendo unos tonos azulosos y pálidos al frío atardecer.
Lo primero que sintió fue la respiración cálida de
Ana rozando suavemente su rostro: Era hermosa. La observó por largo
rato hasta que ella abrió los ojos.
- Tenés los ojos más bonitos del universo –dijo. Ella
sonrió y le acarició la mejilla. Seth podía sentir
su cuerpo tibio bajo la cobija. Intentó besarla. Ella se echó
para atrás.
- No estás cerrando los ojos –le dijo. Él cerró
los ojos. Se besaron. Barrabás despertó, levantó
las orejas y empezó a ladrar. Ana y Seth se detuvieron. El perro
se volvió a echar. Tras un corto silencio Ana dijo–: Peter
va a estar en El Esfínter mas tarde. Te espera allá.
- ¿Vas conmigo?
- No, no puedo. Tengo que estudiar..., la tesis, ya sabes. Me gradúo
el próximo semestre.
- Yo debería hacer lo mismo.
- Sí, pero después. No vayás a dejar metido a mi
hermano.
*****
IV
- Entonces le pegué un pedazo de cinta industrial en la boca y
así no pudo gritar. Pensé que se iba a sentir agredida o
que se iba a asfixiar. Pero no. Le gustó, ahora quiere que la amarre
y le pegue, que pretenda que la violo – explicaba Sid. Seth se notaba
disperso –. ¿Y a vos qué coño te pasa? No me
estás poniendo atención.
- ¿Eh? Lo siento, pensaba en algo – dijo Seth.
Nancy volvió del baño, se sentó sobre las piernas
de Sid, le dijo algo al oído y empezó a besarlo en el cuello.
Seth seguía perdido en sus pensamientos. Deseaba, más que
nada, salir a buscar a Ana. Sabía que no debía hacerlo,
sabía que debía ir con calma.
Frente a él, sobre el otro sofá, Peter hablaba con una mujer
que no reconocía. La música en El Esfínter mantenía
siempre un volumen bajo, para que las personas pudieran hablar entre ellas
sin necesidad de gritar. A Seth no le interesaba escuchar nada: recordaba
una y otra vez el modo en que Ana abría los ojos. El modo en que
la frágil luz del atardecer que se colaba por entre las ventanas
llegaba hasta su retina y despedía ese brillo particular que la
hacía tan bella.
Sid y Nancy estaban completamente absorbidos en un éxtasis amoroso
propiciado por las nuevas posibilidades descubiertas. Nancy vestía
una falda que apenas le tapaba el culo. Era evidente que Sid le metía
mano por entre las bragas mientras se besaban. Seth ni se inmutaba.
- Dame un cigarro –dijo Peter a Seth.
- ¿De los rubios o de los negros?
- De los negros... – respondió Peter. Dudando–. Vení,
sentate con nosotros –Seth se cambió de sitio tomando asiento
al lado de Peter. Cediendo todo un sofá a Sid y Nancy–. Te
presento a una amiga –añadió Peter, señalando
a la chica que lo acompañaba.
- Soledad Miranda18 – dijo ella al tiempo que extendía una
mano en dirección a Seth.
- Seth – dijo él correspondiendo al saludo estrechándole
la mano–. Es extraño... eh...
- ¿Qué cosa? –Soledad.
- El que digás tu apellido..., es... demasiado formal –Seth
- Ah, sí. Estudio medicina y estoy haciendo la práctica.
Supongo que me acostumbré a ese tipo de formalismos en el hospital
en el que trabajo.
- ¿Medicina? –preguntó Seth extrañado.
- Sí. Medicina forense –contestó Peter. Satisfecho.
- ¿En serio? –preguntó Seth sorprendido–. Se
necesita estar enfermo para querer hurgar en el interior de un cadáver
–añadió asqueado.
- Se necesita estar enfermo para asesinar. Lo único que yo hago
es leer un cuerpo y tratar de encontrar las causas de su deceso –explicó
Soledad algo ofendida.
- No se necesita ser un enfermo para matar –dijo Peter–. Existen
mil razones para hacerlo.
- Hey, tu cigarrillo –Seth recordando que Peter le había
pedido uno hacía un instante.
- No te entiendo. El asesinato no tiene sustentación alguna –Soledad.
- Verás. Por ejemplo, Jefrey Dahmer19 –empezó Peter
mientras encendía el cigarrillo.
- ¿El Toro de Milwakee? –interrumpió Seth.
- Sí. Jefrey Dahmer mató a diecisiete personas, todos hombres.
Según él todo era un acto de amor, amaba a cada una de sus
víctimas. Simplemente quiso asegurarse de que ellos jamás
lo abandonaran.
- Los violaba después de muertos –añadió Seth.
Cabizbajo. Manteniendo un tono tímido.
- ¡Es obvio, era un necrófilo! seguía una conducta
errada. Necesitaba tratamiento. –afirmó Soledad.
- ¿Ustedes nunca han deseado matar a alguien? –preguntó
Seth. Mantenía la mirada perdida–. Hay un par de personas
a las que con todo gusto les atravesaría una bala calibre cuarenta
y cinco por la mitad del cráneo
- Jamás mataría a alguien –dijo Soledad. Se aferro
al hombro de Peter asustada ante la presencia de Seth, éste se
percató de ello.
- No, no me mal interpreten, yo tampoco lo haría. No sería
capaz, aun así no puedo negar que lo he pensado..., muchas veces
–explicó Seth.
- Yo sí mataría –afirmó Peter. Soledad y Seth
lo miraron sorprendidos–. En serio. ¡Hey!, Sid, ¿vos
no matarías a alguien que le hiciera daño a Nancy? –
Gritó Peter con toda la intención de interrumpir el besuqueo
entre la pareja “saliva y secreciones” de la semana. Era lo
justo. Nancy ya tenía las tetas al aire. Sid dio claras muestras
de enojo. Él y Nancy, algo irritados, abandonaron la mesa. Peter
sonrió satisfecho mientras seguía explicando su tesis–:
Por ejemplo, Seth, yo mataría por Ana.
- ¿Quién es Ana? – Preguntó Soledad.
- Mi hermana – contestó Peter –. Y creemé, mataría
por ella. En serio. Seth, imaginá que algo le pasa. Qué
sé yo, supongamos que alguien le hace daño, un daño
terrible. Supongamos que es violada. Y no hablo del simple juego del mete-y-saca.
Supongamos que la golpean, que la hacen sangrar. Que mientras un tipo
le sostiene las manos para que no pueda defenderse y la escupe a la cara
gritándole, no sé, gritándole que es una gran puta,
otro tipo la patea violentamente en el vientre fracturando sus costillas,
magullando sus órganos internos. Y, supongamos que, mientras ella
está ahí, perdiendo la consciencia, deseando no estar más
ahí, un tercer tipo la penetra, irrumpiendo en su órgano
más íntimo. ¿No matarían ustedes si dañaran
de ese modo a alguien a quien quieren? ¿No lo harían?
- Estás exagerando –dijo soledad–. Si algo así
pasara pues... pues uno debe atenerse a las leyes. Para eso existen.
- No sé... –dijo Seth entre dientes.
- Soledad, por Dios –prosiguió Peter–. Imaginá
que te pasa algo así. Imaginá que los tres tipos, no contentos
con forzar bruscamente tu tierno y húmedo coñito, te meten,
qué sé yo, una botella por el culo. Una botella de... eh...
de Absolut Vodka que, además de largas son anchísimas. O
una botella de whisky..., de Jack Daniels. Esas ni siquiera son redondas,
son como cuadradas. Imagina todo el daño que los ángulos
de la botella causarían en tu interior...
- Se te está yendo la mano –dijo Soledad. Se mostraba ya
bastante cansada con la conversación. Seth visualizaba las palabras
de Peter a cada calada de su cigarrillo.
- ¡No me interrumpás! Estoy hablando en serio. Soledad, mierda,
imaginá que eso te pasa. Que la botella causa tanto daño
dentro de vos que tu aparato digestivo queda casi inservible. Y bueno,
sólo he hablado del daño físico –Peter apagó
el cigarrillo sobre la mesa. Prosiguió–: Imaginá el
daño emocional, ¿creés que podrías reponerte?
Tal vez tendrías que pasar el resto de tu vida metida en un sanatorio.
Imaginá que recordás el momento cada noche. Que no podés
dormir. Que nunca podés evitar el recuerdo del sabor de la sangre
escapándose por tu boca. ¿Podrías vivir con eso?
Seth, ¿Qué harías si algo así le pasara a
Ana?
- No sé... – Seth, en voz baja, mirada sombría clavada
al suelo. El humo le cubría el rostro.
- Ya. No sigás con eso –dijo Soledad.
- No. Imaginen que nada de esto le hubiese ocurrido a Ana. Supongamos
que... que me hubiese sucedido a mí. Supongamos que una mujer morena,
maciza y fuerte, como vos Soledad, me hubiese hecho algo así...
sé que es un poco improbable, no importa. Imaginen eso. Estoy seguro
de que Ana mataría por mí.
- ¿Vas a seguir? –Soledad.
- No. Está bien, me quedo callado –finalizó Peter.
Seth seguía ausente.
Sid y Nancy
volvieron a la mesa. Un denso vaho, mezcla de sudor y secreciones, hacía
obvio el origen del sudor en sus cuerpos.
- Un buen amante no sólo pretende dar si no también, dejarse
dar – sentenció Sid. Una más de sus máximas
sobre la vida, la muerte y todo aquello que no importa –. Bueno.
Nancy y yo nos vamos.
- Hasta luego –Nancy exhibiendo una gran sonrisa, algo típico
en ella. Una espesa gota de una sustancia blancuzca y pesada se deslizaba
por la comisura de sus labios.
Seth supuso que Soledad pasaría la noche en casa de Peter, por
lo tanto, tomó impulso para despedirse.
- Yo los dejo..., me voy..., hablamos luego –decía Seth a
medida que se ponía de pie. ¿Cómo demonios iba a
hacer para dormir esa noche? Había encontrado la cura para el insomnio:
Ana, ¿Cómo iba a lograr conciliar el sueño lejos
de Ana?
- Regalame un cigarrillo antes de que te vayás –gritó
Peter. Seth le lanzó dos cajetillas, la de tabaco rubio y la de
tabaco negro antes de marcharse.
*****
V
Siempre
mantenía los ingredientes necesarios a la mano. Unas gotas de esto,
un poco de aquello. ¿Cuántas mujeres había asesinado?
Unas veinte, no podría asegurarlo. Claro, también habían
habido algunos hombres, tres quizá. Esos eran casos excepcionales.
Antojos impulsivos. Peter tomó las dos copas: la suya con la mano
derecha y la de ella, cóctel de toxinas, con la izquierda. Soledad
esperaba en la sala, sentada en el suelo sobre un cojín. Ella vestía
un traje negro de una pieza que dejaba al descubierto la mayor parte de
sus piernas –largas y bronceadas–, e insinuaba los ondulados
contornos de sus pechos y su cadera. Insinuación innecesaria, la
tela translúcida revelaba toda forma. El cabello largo, liso, de
color castaño, le caía sobre los hombros.
Aquella mujer encerraba una belleza misteriosa, oscura, casi mística.
Gitana malvada, señal de malos presagios.
Soledad encontró extraña la ausencia de muebles y decoración.
Echó una mirada al resto del apartamento. La asepsia se extendía
a lo largo de un corto corredor iluminado por el parpadeo del neón.
“Mano derecha: bueno. Mano izquierda: Malo” se decía
Peter a sí mismo mientras salía de la cocina. Jamás
recordaba cuál mano era cual. Siempre tenía que recurrir
a tratar de recordar con cual mano escribía. Elaboraba una imagen
de la mano sosteniendo el lápiz y, mentalmente, simulaba la escritura.
La mano que se movía de manera más cómoda tenía
que ser, concluía, la derecha.
Se acercó a soledad y le entregó la copa que llevaba en
la mano izquierda, siempre previendo el error. Se sentó frente
a ella y, con un gesto, la invitó a beber. Pudo observar, a través
del vestido, la ausencia de ropa interior. Soledad bebió. Peter
la observaba fríamente esperando el momento del espasmo.
- Pentobarbital, Orphenadrine y vodka –dijo soledad agitando la
copa–. Muy inteligente de tu parte –Peter palideció.
Abrió los ojos como un poseso. Sorprendido. Se puso de pie. Soledad
sonrió exhibiendo una dentadura perfecta. Lentamente, los caninos
se fueron estirando hasta mutar en colmillos–. ¿Sabes?…
No podés matar a quien ya esta muerto.
Soledad se paró. Lentamente acercó una mano a la rígida
mejilla de Peter. Le acarició. La piel de éste le resultó
excepcionalmente tersa. Pasó lentamente la mano por el cuello.
Aquella yugular sería un manjar de dioses, pensó. En una
rápida maniobra desgarró la camisa de Peter dejándole
el pecho desnudo y pudo observar, extasiada, aquel par de pequeños
senitos de niña.
- Bellísima – dijo entonces.
Ana. Ana no sabía que hacer. Soledad contemplaba extasiada su pálido
pecho. Los contornos hermosamente delineados de los senitos terminaban
en delicados pezones de color rosa que apuntaban al infinito. Ana, aprovechando
la momentánea distracción de la vampiro lesbiana empuñó
el arma que escondía en el cinturón y, tras un rápido
cálculo, disparó directamente al corazón. Soledad
se echó hacia atrás palpando el orificio por donde había
entrado la bala y lamió la sangre de sus dedos al tiempo que clavaba
una mirada retadora en los ojos de la pistolera.
Ana disparó dos veces más. Una bala al pecho y otra a la
cabeza. Los fuertes impactos hicieron retroceder a soledad quien, con
una sonrisa propia de un demonio, seguía enseñando los agudos
colmillos de vampiro.
Ana dejó caer la pistola y sacó de los bolsillos de su pantalón
los dos paquetes de cigarrillos que Seth le había dado. Dejó
caer al suelo el contenido de los paquetes. Soledad se lanzó sobre
los cigarrillos y empezó a recogerlos uno a uno, separando, además,
los rubios de los negros. Cuando estaba apuntó de terminar se dio
cuenta que Ana había tenido tiempo suficiente para encontrar una
buena estaca de madera. No tuvo tiempo de maldecir. Ana la hizo girar
sobre sí misma mediante una fuerte patada en el mentón.
Calló sobre la espalda. Cuando pensó en atacar, Ana ya le
había clavado la estaca en el pecho. Soledad sintió que
perdía la consciencia. Se preguntó si era posible que un
muerto andante poseyera una consciencia qué perder. Antes de encontrar
respuesta la vida –o la no-vida–, se le había escapado
en un fluctuante fundido a negro. Ana se dejó caer y contempló
el cuerpo inerte de la vampiro. Barrabás, el perro negro, entró
en la sala y se acercó a su dueña.
- ¿Qué fue todo ese alboroto? –preguntó Barrabás.
- Una vampiro lesbiana –respondió Ana. Absorta.
- Claro, lo de siempre –dijo Barrabás. Se echó sobre
el suelo –. ¿No deberías dejar todo esto de una buena
vez? En serio, lo de tu hermano no tiene arreglo.
- Mierda. Ella sabía que yo no era Peter. Debo ser más prevenida
de ahora en adelante.
- Dejalo de una buena vez y listo. Problema solucionado.
- ¡Pero sabés bien que no logro dormir! –gritó
Ana.
- Pues ayer dormiste muy bien. Ya sabes, cuando estabas con Seth –replicó
el perro. Ana empezó a llorar. Él quería consolarla.
Si fuese humano podría abrazarla, pensó. Ella lo tomó
por el cuello buscando apoyo. Lo único que se le ocurrió
hacer fue agitar la cola.
*****
VI
Sabía
que sostenía un libro entre las manos, sabía que se encontraba
en la biblioteca. La misma mesa de siempre, la misma silla. Leía
una y otra vez la misma línea. Aunque procesaba bien cada letra,
pasaba por encima del texto sin retener una sola idea. No podía
asegurar que estaba despierto. Tampoco que estaba dormido.
- Hace media hora que no cambiás la página –escuchó
decir a Barrabás. El perro se encontraba sentado frente a él
leyendo un libro titulado “Feromonas en el Ámbito de la Reproducción
Canina”.
- “Feromonas en el Ámbito de la Reproducción Canina”.
¿Estás buscando novia? –preguntó Seth estirando
las vocales. La lengua le respondía menos que el sentido común.
- Algo así –respondió Barrabás sin despegar
la mirada del libro.
- ¿Y cuanto tiempo llevas sin dormir? ¿Veinte?, ¿treinta
horas? –preguntó de pronto Thomas Bernhard.
- No es problema tuyo –respondió Seth alterado. ¿Hasta
cuándo iba a tener que aguantarse a ese escritor de mierda?
- ¿Estás buscando novia? –preguntó Thomas Berhnard
a Barrabás al fijarse en la portada del libro que éste sostenía.
- No es problema tuyo –respondió Barrabás exasperado.
- Ahí viene tu chica –dijo Thomas Bernhard mientras le daba
una palmada en la cabeza a Seth. Efectivamente, Ana se acercaba. Thomas
Bernhard, como de costumbre, desapareció.
Ana llegó hasta la mesa. Seth bajó la mirada intentando
simular que no la había visto. Ana se acerco a Barrabás
y le acarició la cabeza mientras éste le lamía el
rostro.
- Perrito bonito. Te estaba buscando, ¿por qué te escapas
así? – dijo Ana agudizando el tono de voz –.Seth...,
hola.
- Ana... –Seth no alcanzó a decir nada más. Sonreía
como un completo imbécil. Ana se acercó a él y le
acarició la cabeza del mismo modo que había acariciado al
perro.
- Tenés una cara terrible –dijo Ana–. ¿Sabes?
Tengo algo para vos.
Ana sacó del bolsillo dos pedacitos de papel, puso uno sobre la
mano de Seth, en la muñeca, y lo lamió. Seth sintió
cómo se le erizaba el vello en todo el cuerpo al sentir la textura
húmeda y tibia de la lengua de Ana. Ana retiró el papel
y enseñó a Seth el resultado: un tatuaje temporal con la
imagen de “Marvin el Marciano”. Entonces le entregó
el otro papel para que él, con su saliva, se lo adhiriera a la
piel. A Seth le alegró poder lamerla.
- Ahora tenemos un pacto –dijo Ana, revisando la calidad del tatuaje.
- ¿Marvin el Marciano? ¿Por qué Marvin el Marciano?
–preguntó Seth extrañado.
- Por que vos sos como Marvin el Marciano –respondió Ana.
Seth seguía confundido –. ¿Recuerdas que él,
en un capítulo de Bug’s Bunny, quería destruir la
Tierra sólo porque le obstaculizaba la visión de Venus?
- Si...
- Pues vos harías lo mismo. Estoy segura.
Seth meditó sobre la extraña comparación. No estaba
seguro acerca de qué debía entender, ni cómo lo debía
tomar.
- ¿Puedo pedirte un favor? – preguntó Seth. Ana, con
un gesto, le hizo entender que sí –. ¿Me leés
esto? – Ana tomó el libro que Seth había estado intentando
leer. Observó la portada: “Estructuras de concreto reforzado".
Le pareció un título demasiado extraño para una novela.
- “Recientemente se ha renovado el interés en la teoría
de la resistencia máxima como base del diseño. Después
de más de medio siglo de experiencia práctica y pruebas
de laboratorio, conocemos mejor el comportamiento del concreto estructural,
a la vez que se han manifestado las deficiencias del método de
la teoría elástica” –leyó Ana. Seth se
había quedado dormido–. ¿Y ahora qué hacemos?
–preguntó a Barrabás. Seth, espalda totalmente encorvada
y cabeza sobre la mesa, dormía como un bebe. Barrabás levantó
las orejas. Se podría jurar que estaba desconcertado.
Lo primero que sintió al despertar fue el aliento cálido
de Ana. Abrió bien los ojos sólo para confirmarlo: ella
dormía como un ángel. Ella era un ángel. Seth ya
se había habituado a los montículos desproporcionados de
aquel colchón, a aquellos libros desperdigados por el suelo, a
la fotografía de los gemelos de ojos claros que colgaba de la pared,
a aquella habitación ajena que empezaba a considerar suya.
Decidió abrazar a Ana. Pasó una mano sobre su espalda, por
debajo de las cobijas y, sorprendido, se percató de que ambos estaban
desnudos. ¿Habían hecho el amor? No podía asegurarlo.
No recordaba, ni siquiera remotamente, haberlo hecho. Se sintió
bastante tonto, ¿cómo podía haber echado un polvo
con la mujer más bonita que había conocido y no recordarlo?
Ana despertó y, tras una sonrisa, le besó en la boca. Se
abrazaron. Se apretaron mutuamente tan fuerte como les fue posible. Seth
pasó una mano por el abdomen de Ana buscando algún indicio
de resistencia. Acarició con la yema de los dedos las letras en
alto relieve al lado del ombligo: “Nunca Jamás”. Bajo
con la mano hasta la pelvis y encontró aquello que Ana ocultaba
con tanto celo entre las piernas.
Con los dedos índice y corazón recorrió, en movimientos
ondulados, los finos pliegues exteriores. Empujó los dedos hacia
adentro y los movió tan rápido como pudo, palpando las tibias
y húmedas paredes del interior de Ana, intentando también
- con el pulgar - mantener un movimiento rítmico sobre el clítoris.
Ana dejó escapar un ligero gemido que él ahogó con
un beso.
Ella le mordió los labios hasta hacerlos sangrar y, con una mano,
le agarró entre las piernas sintiendo cómo a cada movimiento
–hacia arriba y hacia abajo– él crecía y se
hacía más rígido. Seth mordió las pequeñas
teticas de Ana. Atrapó entre sus dientes un pezón, sintiendo
cómo éste se hacía cada vez más firme al contacto
de su lengua. Bajó con la lengua por el vientre y lamió
el tierno coñito, degustando un fluido que, según le pareció,
tenía un exquisito gusto a miel.
Ana empujó a Seth obligándolo a acostarse, se sentó
sobre él y, lentamente, jadeo tras jadeo, le dejó entrar
en su estrecho coño. Movió la cadera tan rápido como
pudo, acompasando la marcha con incitantes caricias, mordiéndose
los labios y acariciándose los senos. Cuando Seth intentaba levantarse,
cuando trataba de acercarse más a ella, lo empujaba hacia atrás
y le sostenía con fuerza los brazos. Finalmente, Ana se acostó
sobre Seth y, en un suspiro compartido, lo obligó a girar sobre
ella.
A través de la ventana un moribundo atardecer se dejaba aplastar
por el frío peso de la noche. Luces intermitentes de guerra llegaban
desde lejos, desde los anillos de miseria en el perímetro de la
ciudad, allá, lejos de La Zona. Un platillo volador surcó
el cielo dejando tras sí una estela de movimientos circulares.
Se detuvo en un punto indefinido entre el cielo y la tierra y, por medio
de un haz de luz, secuestró tres o cuatro fulanos.
- Platillos voladores de mierda. Me distraen – dijo Seth.
- Sos como Marvin el Marciano – Afirmó Ana.
*****
VII
El corazón reposaba sobre dos centímetros de sangre encima
de la bandeja. La estaca de madera aun lo atravesaba. Ana se encontraba
en lo que para ella era el momento más divertido de la disección:
el momento en que insertaba el corazón de felpa y culminaba la
labor. El momento que la dejaba lista para dormir.
El cuerpo de soledad reposaba sobre la que había sido la cama de
su hermano, caja torácica abierta, brazos y piernas atados. Sólo
por diversión tenía que confirmarlo. Ana retiró,
lentamente, la estaca del corazón. Soledad tragó aire en
un espasmo y abrió los ojos mientras retenía el aliento.
Por un instante Ana palideció. Era cierto, los vampiros eran bichos
difíciles.
Soledad miró a su alrededor impávida, tosió algo
de sangre y observó cómo Ana, sentada sobre una silla al
lado de la cama, sostenía su corazón en la bandeja. El detalle
del corazón de felpa incrustado en su pecho le pareció tiernamente
ridículo. Ana estaba vestida como Peter –la ropa masculina
y gruesa que la ayudaba a esconder su delicada silueta femenina, el cabello
desordenado sobre la cara, los anteojos–.
- Quitame esa porquería del pecho. Es la cosa más tonta
que he visto en mi vida –dijo Soledad sin perder la serenidad. Ana
amenazó con volver a clavar la estaca en el corazón–.
¡Tranquila! Podemos llegar a un acuerdo.
Tocaron a la puerta. Ana se levantó para abrir. Antes de salir
del cuarto indicó a soledad que no hiciera ningún ruido
y se escondió la estaca entre la ropa. Antes de abrir miró
a través del ojo de la puerta: era Seth. Le dejó entrar.
Barrabás, que descansaba en la sala, se acercó a Seth agitando
la cola. Seth se agachó y le acarició la cabeza.
- Seth..., hola..., ¿Qué hacés aquí? Me da
pena con vos pero... en este momento no puedo hablar... –Ana, dudando
de sus palabras. Imitando un tono masculino.
- ¿Y Ana? ¿No está? –preguntó Seth.
Las ojeras hacían evidente que no había dormido bien. Ana
se sintió mal al notarlo.
- No... ¿Por qué no venís más tarde? No sé...
- Claro
Seth observó accidentalmente la muñeca de Peter notando
el tatuaje de Marvin el Marciano. No tuvo tiempo para sospechar, antes
de que pudiera hacerlo, Soledad - que se había liberado de sus
ataduras - se abalanzó sobre Ana, la agarró por el cuello
y la levantó sosteniéndola en el aire. Ana intentó
liberarse, logró sacar la estaca que escondía bajo el abrigo
y clavarla en el pecho de la vampiro. La estaca se clavó en el
corazón de felpa desprendiéndolo de la cavidad torácica
y haciéndolo rodar por el suelo.
Soledad sonrió complacida; su corazón se encontraba a salvo
en la habitación, sobre la bandeja. Barrabás se lanzó
sobre la vampiro, intentando morderla, ladrando desesperado.
- Seth... ¿Tenés... tenés cigarrillos? –balbuceó
Ana, con su voz de mujer, al borde de la asfixia, pataleando y manoteando
en un intento por liberarse.
- ¿Vas a fumar? –preguntó Seth. No se le ocurrió
decir nada más. Además de estar completamente asustado y
confundido, se sentía como el peor de los tontos.
- ¡Tiralos al suelo! –gritó Barrabás. Ana perdía
el aliento.
- ¿Los negros o los rubios?
Seth dudó, pero al ver que Peter perdía el aliento derramó
el contenido de sus acostumbrados paquetes de cigarrillos
–uno de los rubios y otro de los negros– por el suelo.
- ¡Mierda! No puedo creer que esto me pase a mí –dijo
Soledad mientras liberaba a Ana y se lanzaba al suelo para recoger y clasificar
los cigarrillos.
Ana tuvo nuevamente tiempo de sobra para recuperar la respiración.
Fue hasta el cuarto, recogió la bandeja con el corazón verdadero,
volvió a la sala y retiró la estaca del corazón de
felpa, clavándola en el verdadero corazón de Soledad.
Seth contempló perplejo la escena Soledad ni siquiera convulsionó.
Ni siquiera un ligero espasmo. Sólo se dejó caer y: muerta.
Poco a poco Seth fue recobrando la atención. El tatuaje temporal
de Marvin el Marciano sobre la muñeca de Peter lo distrajo. Observó
a Peter a los ojos. Este se encontraba sentado en el piso acariciando
a Barrabás, observando absorto el cuerpo inerte de Soledad. Seth
se acercó a él y le quitó los anteojos.
- Ana... –dijo, pasándole una mano por la mejilla.
Ana lo empujó hacia atrás y empuñó la Colt
45 escondido en la cintura. Disparó una vez.
Seth ni siquiera sintió el cálido mordisco de la bala atravesándole
el hombro.
Al caer pensó en el túnel y la luz blanca que decían
ver las personas que volvían de la muerte. Basura nueva era, concluyó
antes de sentir el muro sosteniéndole la espalda. Se dejó
deslizar por la pared.
Contempló en todo momento el gesto firme de Ana todavía
apuntándole. Si era cierto que las chicas bonitas pasaban en cámara
lenta; la imagen de Ana sosteniendo firmemente el gatillo, mientras una
lágrima le atravesaba el rostro, era la imagen más lenta
que había visto en su vida. Barrabás se lanzó sobre
él, empezó a lamerle la herida.
- Ana...
La visión se le nublaba. Perdía poco a poco el sentido.
Cada vez que lograba enfocar la imagen captaba un cuadro en disolvencia
de Ana acercándosele; luego otro de Barrabás agitando la
cola; luego otra vez Ana, un tanto más cerca. Sintió su
respiración cerca a él e intentó acariciarla en la
cara. La piel más suave, más fina. Luego sintió que
ella se acomodaba a su lado y lo abrazaba.
- Niño mimado. No pasa nada –escuchó decir a Ana.
- ¡Por Dios! Me acabás de pegar un tiro –dijo intentando
sonreír.
Dejó que los ojos se le cerraran, sabía que sólo
tenía algo de sueño.
Fin.
Escrito
por…
Joni B
2002-2003
|